31 de diciembre de 2010

Cruza en silencio la palabra ausencia

Las sombras el dolor la palabra
crecen en el interior de la noche
                           sueño:
(Dios habla en el camino)
                       ¿Creo en el lenguaje
o en el quieto silencio de mi cuarto?
Yo sólo escribo que escribo que escribo
Un río distrae mis pensamientos
                             sueño el poema sueño
La noche me rodea
crece
                               en mi interior.

Ciudad de México, Diciembre 2010

16 de diciembre de 2010

¿Quién eres tú?

En un cuarto extraño, para dormir, tienes que vaciarte. Y antes de vaciarte para dormir, ¿qué eres? Y cuando estás lleno de sueño, nunca fuiste. No sé lo que soy. No sé si soy yo o no lo soy [...] Y entonces yo tengo que ser, o no podría vaciarme a mí mismo para dormir en un cuarto extraño. Y así si yo todavía no estoy vacío, es que soy.
      Cuántas veces he estado acostado a cubierto de la lluvia bajo un techo extraño, pensando en el hogar.
(W. Faulkner, mientras agonizo)

11 de diciembre de 2010

Postal de viaje

En un cajón encuentras memorias de tu vida
Un árbol piedras un árbol ceniza
Sombras de la sombra que eres ahora
Encuentras en la noche que te rodea
Manchas que en otra vereda olvidaste
Todo lo que al alba pudiste ser
Y la acerada lluvia no encüentra
Piedras un árbol cenizas un árbol
Río devorando otra vez al tiempo

Vendrá muy bien darse un baño de luz
Piensas aguardando aquella corriente
Al pie de un vïaje con gran historia
Pero otra vez tendrás que resignarte
Has perdido la vista y el olfato
Tú que estabas tan cerca
Árbol de piedra en piedra
De la isla que soñamos navegando en el mar
Todo lo que al alba pudimos ser.

México 2010

26 de noviembre de 2010

Cuerpo a la vista, de Octavio Paz

Y las sombras se abrieron otra vez y mostraron un cuerpo:
tu pelo, otoño espeso, caída de agua solar,
tu boca y la blanca disciplina de sus dientes caníbales, prisioneros en llamas,
tu piel de pan apenas dorado y tus ojos de azúcar quemada,
sitios en donde el tiempo no transcurre,
valles que sólo mis labios conocen,
desfiladero de la luna que asciende a tu garganta entre tus senos,
cascada petrificada de la nuca,
alta meseta de tu vientre,
playa sin fin de tu costado.

Tus ojos son los ojos fijos del tigre
y un minuto después son los ojos húmedos del perro.

Siempre hay abejas en tu pelo.

Tu espalda fluye tranquila bajo mis ojos
como la espalda del río a la luz del incendio.

Aguas dormidas golpean día y noche tu cintura de arcilla
y en tus costas, inmensas como los arenales de la luna,
el ciento sopla por mi boca y su largo quejido cubre con sus dos alas grises
la noche de los cuerpos,
como la sombra del águila la soledad del páramo.

Las uñas de los dedos de tus pies están hechas del cristal del verano.

Entre tus piernas hay un pozo de agua dormida,
bahía donde el mar de noche se aquieta, negro caballo de espuma,
cueva al pie de la montaña que esconde un tesoro,
boca del horno donde se hacen las hostias,
sonrientes labios entreabiertos y atroces,
nupcias de la luz y la sombra, de lo visible y lo invisible
(allí espera la carne su resurrección y el día de la vida perdurable).

Patria de sangre,
única tierra que conozco y me conoce,
única patria en la que creo,
única puerta al infinito.

Octavio Paz, Libertad bajo palabra, 2005, Madrid, Cátedra, p. 186 - 187

7 de noviembre de 2010

1988

A finales de 1988 vivía en aquella ciudad tamizada por el calor. Hacía las maletas para la próxima mudanza aunque no estaba seguro de lo que vendría. Soles oscurecidos. Muros en ruinas. Árboles marchitos... En tanto colocaba en la maleta, con mucho cuidado, las camisas, los pantalones, los restos de la casa y los zapatos negros a un lado de los gastados deportivos. Pronto habría de demandarme la distancia. Los golpes. Los golpes en las piernas. Los golpes en las rodillas. La bofetada del desvelo y del adiós: una habitación de gruesas cortinas. Afuera, en el patio, estaba el coche. Motor encendido nos esperaba con sus portezuelas blancas que brillaban más que nunca. Detrás de él la mudanza se tragaba las macetas que ya no esperarían más en el pasillo. La naturaleza oprimía con gravedad las horas. El mar rugía y rugía. Todo era sal. Todo era el sabor de la sal. Era el año de 1988 y volvíamos, o mejor dicho, la familia volvía a su origen. Yo no. Yo me quedaba en la sal, en el árbol infinito de los trópicos, en el árbol luminoso tamizado por el calor de los trópicos.

La herida comenzaba a sangrar.

5 de noviembre de 2010

Otra vez: alguien tenía qué decirlo!

Yo creo que no hay nada, ni tan siquiera el crimen, más opuesto a la poesía, a la filosofía, a la vida misma, que este incesante trabajar.
Henry David Thoureau, Desobediencia civil y otros escritos, Alianza Editorial, Madrid, 2007

1 de noviembre de 2010

A la mitad de esta frase...

No estoy en la cresta del mundo.
                                                  El instante
no es columna de estilita,
                                      no sube
desde mis plantas el tiempo,
                                           no estalla
en mi cráneo en una silenciosa explosión negra,
iluminación idéntica a la ceguera.
Estoy en un sexto piso,
                                   estoy
en una jaula colgada del tiempo.

Octavio Paz,

22 de octubre de 2010

Todo lo que el silencio hace huir de las cosas

                                                                 Elegir es equivocarse
                                                                 Octavio Paz


J se da cuenta de que siempre estará solo. Sabe ahora mismo que algunos de su más cercanos le hablan sólo por un descarado interés. Lejos queda de su mirada la inocente verdad que inocente miraba. Ahora mira la podredumbre, el caos, las calles sucias y la resquebrajadura de los muros. Ahora mira con ojos cansinos al silencio que una vez más decidido lo circunda. Es increíble, piensa, que vuelva a padecer por absurdos motivos como el silencio. Esa razón lo tiene inquieto, le impide concentrarse, leer, escribir, ser el mismo. Sabe, incluso, o cree saber, que estará por siempre solo mientras la situación no mejore, mientras esas mismas circunstancias lo persigan, mientras él las persiga, y por eso le duelen los hechos. Está cansado y se cree un tonto. Tonto por creer en los mismos engaños, tonto por pensar todos los días en ella. Éstas líneas, por ejemplo, sólo revelan la ininterrumpida queja de un desmemoriado.  

18 de octubre de 2010

Todos los meses son Octubre

En la hoja la mirada se detiene un instante
Contempla la palabra del pasado
La palabra que esconde
El doloroso grito de las olas
Otra vez ha de mirar las estrellas
Ha de callar de nuevo
Esperando entender ese largo camino
Que siempre le señala
Bajo los muelles de la tarde sola.

[Anywhere, 18.10.10]

4 de octubre de 2010

La resaca del domingo o la blancura del techo


Esa nostalgia por aquello que se ha perdido 
y que se alcanza con la mirada
Luis Felipe Pérez

Domingo por la tarde. Miro el techo de mi habitación. Siempre que tengo resaca lo miro por horas o por días. Apenas ayer me encontraba sobrio, sin ningún problema, diciéndome a mí mismo que no volvería a la embriaguez. Me repetí constantemente que no volvería a beber más de la cuenta. Eso me dije mientras caminaba por la plaza. Pero no, corrí presuroso apenas escuché mi nombre y hoy resiento los excesos y miro el techo de la habitación y no duermo y no como. Me pongo metafísico.


A mí me gustaría conocer una vida en donde la duda no existiese, dijo B, una vida donde las cosas fueran claras desde el inicio y nadie tuviera que esconderse de nadie ni mentir a nadie ni darle la espalda a nadie. Me gustaría, en verdad, que la vida fuera así.

-A mí también, le contesto, a mí también.

19 de septiembre de 2010

Idus de Septiembre VII

Desde hace media hora ha permanecido sentado en las escaleras de la estación. Mira su reloj de pulsera. Los árboles bufan dolorosos debido al Levante. La gente camina aprisa a su alrededor mientras él hojea un librito de poemas. Es tarde. Bastante tarde. No llegará a tiempo, como siempre, no llegará, lo sabe. El tráfico es espantoso, demasiado espantoso, piensa, para una pequeña ciudad de provincia. Enciende los limpiadores es inútil, por lo que saca una franela mugrosa para secar los espejos. Un niño totalmente empapado le sonríe y le enseña los dientes: le pide una moneda. La gente sube y baja sin cesar, indiferente, sube o baja por las escaleras de la estación. En el cielo parece que la tarde quiere caer y no cae, parece que el calor amainará un minuto y no lo hace. Sentado en las escaleras, mira su reloj. Espera. Hojea el libro y parece que se detiene en un texto. Musita algo. Mira otra vez el reloj. Entonces se incorpora y el Levante le golpea directamente a la cara. Mira hacia el cielo. Está un poco nublado. Quizá llueva aunque en esta ciudad nunca se sabe. Cierra la ventanilla del coche y se queda pensativo. El semáforo cambia al verde y le obliga a continuar la marcha. Enciende la radio, cambia de estación como desesperado hasta encontrar la frecuencia de Radio Universidad. Baja las escaleras e introduce unas monedas en la máquina de golosinas. Escoge unas mentas. La estación se va quedando vacía  conforme avanza la tarde. Ve su reloj y mira pasar los dígitos por la pequeña pantalla de cristal. Son las menos quince. Apenas alcanza el estacionamiento apaga el coche y desciende, primero va al cajero automático y luego a la cafetería donde ella lo espera. Siempre llega tarde, nada puede hacer y piensa en el perdón de ella, un perdón siempre requerido, se dice, siempre. Ha salido de la estación con su caja de mentas y se asoma a la calle Menéndez Pelayo. La tarde arrecia y no pinta bien. Hay nubes a lo lejos y el levante golpea su chaqueta con más fuerza que hace una hora. Vuelve a sentarse en las escaleras. Se sienta y hojea su libro. Se detiene en una página. Lee. Entra a la cafetería y la busca entre las mesas, la encuentra en una mesita de la esquina. Hace un gesto con el brazo y va al encuentro. Son las menos diez y sigue en las escaleras. Sigue hojeando su librito, su librito extenso como un camino que nunca acaba.  La estación se ha quedando vacía. El viento sopla con fuerza. De repente una mano le toca el hombro y una voz le dice que siente el retraso. Él gira y sonríe. La besa. Se van pero el libro se queda en las escaleras. Al llegar a la mesa de la esquina toma asiento con visible timidez y dice sentir nuevamente el retraso. Evita mirar los ojos negros de la chica. Una gota de lluvia hace plash en el cristal y el aroma del café pasa por encima de la lámpara que ilumina la mesita donde se ha sentado. La chica extiende su mano derecha y alcanza la suya, la presión de sus dedos le hace recordar una sensación de otro tiempo. Ese azar o destino le trae a la memoria las palabras precisas que debe decir. Lo que alguien alguna vez dijo mientras esperaba en las escaleras del metro donde encontró el libro que ahora trae en el bolsillo. 

16 de septiembre de 2010

Idus de Septiembre VI

Con el correr del tiempo J sabe que irá olvidando las palabras. No cualquier tipo de palabras, olvidará las palabras que vuelan, las palabras que pierden peso, las palabras que coquetean con otro tipo de palabras en cuanto se les mira. Hace más de una hora que J conduce por un valle poblado de casuchas y plantíos de sorgo. Hace más de una hora que J piensa en la vida como una noria que gira y gira sin detenerse. Una noria que pierden palabras en cada vuelta, y que en cada pérdida ciertas regiones del mundo se llenan de mosquitos, de maleza, de moho y bacterias, de ciénagas enloquecidas hasta quedar completamente a oscuras.
J sabe que necesita a las palabras, sabe que necesita todo un diccionario en su cabeza para sobrevivir. Las palabras huyen, piensa, o mejor dicho parece que huyen pero en realidad lo encarcelan a uno en esa región oscura de la que difícilmente se puede salir. Hoy, por ejemplo, no sabe cómo nombrar las sensaciones que lo acosan. Las celebraciones de allá, de afuera, del otro lado del parabrisas, del otro lado de cualquier parte del mundo en la que él pudiera estar. Esas celebraciones que a lo largo del valle hieren su garganta y lo arrojan al silencio, a no fijar siquiera una sola idea, aunque sea prematura ¿O es lo contrario?, ¿esto que describo es verdad o mentira?, ¿lo ve J o lo veo yo?, ¿Quién habla en este instante?... No, no se confunda, esto que digo, esto que trato de describir lo tiñe la mirada ruinosa de J que se empeña en conducir por una carretera llena de curvas, rodeada de casuchas y plantíos de sorgo, una carretera que J se empeña en transitar para llegar a tiempo a su cita al menos por una vez en su vida de silencio.

13 de septiembre de 2010

Idus de Septiembre V


Esta es la situación: J se ha apoltronado en la oficina de su padre durante más de una hora queriendo escribir algo o leer algo, pero no ha hecho nada más que mirar el monitor de su computadora. Es de noche y los ruidos nocturnos lo estremecen. Le hacen temer un poco. Es absurdo, piensa, que tema a los ruidos nocturnos. Hace bastante tiempo que dejó la infancia, hace bastante tiempo de eso, se repite continuamente. Pero teme. Teme esa soledad que anuncian los escapes de los coches y los trailers, esa soledad que anuncia la marquesina de neón del bar de enfrente, esa soledad de las cervezas frías. No estaría mal bajar por una. No estaría mal bajar y beber un par de tragos para hacer posible lo imposible, se dice a sí mismo.
J no puede dormir. El insomnio lo cogió por sorpresa y creyó provechoso adelantar algunas lecturas, algunos textos que debe entregar, pero le ha sido imposible concentrarse. Debería bajar al bar, piensa, debería. Sabe que quedarse en la oficina por más tiempo es pensar en ella, creer que debió llamar, soltar sus amarras, dejarse llevar por la olas de lo imprevisible. Solo llamar, dejar su orgullo de lado y llamar. Eso debió hacer. Llamar.
A lo lejos un perro ladra y lo saca de su ensimismamiento. Mira la oscuridad de su monitor. Debería bajar al bar. Lo sabe. No temer a la noche. No temer a quedarse solo en cama durante la noche. El Príncipe lo sabe muy bien. Él sabe muy bien qué es dormir solo durante la noche junto a las fieles almohadas. Así que debería bajar al bar. Bajar, beber un par de tragos, poner algunas canciones del Principe o de José Alfredo, y llamar. Seguro. Eso debe hacer. Pero por eso mismo sabe que no debe hacerlo, aunque debería. Debe temer a la noche.
Los idus no deberían ser funestos, recuerda. No deberían en verdad ser funestos. Los idus deberían ser fechas de buen augurio o una fecha más, sencillamente. Una fecha cualquiera. Una fecha viva, claro, pero no aciaga. Los asesinos de César tienen la culpa. Aunque luego del crimen ellos también debieron temer a los idus. Ahora él, J, también los teme aunque no sea Marzo ni quince el día. Da igual. Los teme. Su reloj de pulsera dice que han comenzado los Idus de Septiembre y los teme. Quizá por eso esta noche se ha puesto inquieto. No es la luna o los ladridos de los perros o la soledad que lo atenaza desde el fondo de las horas. Son los idus. Y quizá por eso no baja al bar y decide llamarla. Quizá sea por eso. Teme a los idus. Se debe temer a los idus, eso dice el adagio, aunque sea Septiembre y no Marzo, aunque sea trece y no quince. Esta noche no irá a ninguna parte.

12 de septiembre de 2010

Idus de Septiembre IV

Hace horas que el televisor repite las mismas imágenes. Hace horas que el televisor repite las mismas frases, las mismas canciones, los mismos rostros endurecidos. Hace horas que el televisor no calla.
En las imágenes aparecen mujeres llorando a grito abierto, hombres con la mirada disuelta en un horizonte cubierto de polvo. En las imágenes que el televisor transmite J mira el dolor ajeno y se siente pusilánime, se siente más solo que la misma campanada de la una.
Tirado en el sofá ha mirado el televisor durante todo el día. No ha hecho otra cosa más allá de mirar esas imágenes terribles que lo estremecen hasta los dientes. La juventud o la inocencia del alba se le han ido por los ojos, piensa, y no hay vuelta atrás.
De pronto mira, a lo lejos, un horizonte gris y recuerda los días en que todo le parecía prometedor, casi luminiscente. Esos días en los que lo único importante era vestir jeans y gafas oscuras. Los días en que lo importante era saber si se tenía edad para conducir y entonces volverse popular.
J mira el televisor y recuerda esa mañana de septiembre. Mira y recuerda estar en clase de estadística. Recuerda una clase tan densa como todas en las que suele haber números y conceptos abstractos. Eran las nueve de la mañana y tenía hambre. Salió tarde de casa y apenas saboreó un poco de pan y café. Con el hambre lastimando su estómago sólo atendía nada a su angustia alimenticia. Además, a J le parecía de mal gusto el dictado del profesor a esas alturas universitarias. Recordaba, por ello, un incierto olor a pinta labios, a barniz, a alcohol rancio. Recordaba con odio el dictado de las primeras lecciones del Quijote que una profesora de primaria pensaba le haría bien transcribir en su libreta de estudiante de primeras letras. Desde entonces odió la obra cervantina y no es capaz de leerla sin sentir recelo hacia aquellos años infantiles.
En eso estaba cuando A entró al salón de clases interrumpiendo la voz chillona que dictaba la lección. Su rostro reflejaba angustia. 
J creció como muchos de sus vecinos a la sombra de las películas de Hollywood. El Hollywood de la era Reagan, es decir, del libre mercado. Esa generación, recuerda, creció a la sombra de Michael Jackson, Madonna, U2 y creyó como muchos otros, en el American Way of Life: los Estados Unidos eran el gigante inamovible a vencer.
Pero aquella mañana de septiembre A entró al salón de clases y derrumbó la fe de toda una generación. Al principio nadie creyó en las angulosas palabras de A. Luego temieron por la suerte de unos edificios ubicados en la zona rosa de la ciudad. A negaba una y otra vez los comentarios. A insistía en que el peligro estaba en otra parte del mundo cuando, en verdad, el peligro era esa incertidumbre que se alojaba en nuestros corazones y que jamás nos abandonaría.
Todos siguieron a A hasta llegar a la improvisada cafetería de aquella Universidad incipiente. Ese era el único sitio que poseía un televisor. Era una cafetería polvosa y decadente. Al ver las imágenes de la torre humeante la multitud se estremeció. Habían herido al gigante.
Pasadas las horas llegaron incertidumbre y angustia. Las crónicas del derrumbamiento de ambas Torres, el ataque al Pentágono, el otro avión, los reportes de terror, pasaron a formar parte del imaginario universal. Luego el miedo: el antrax y las medidas aeroportuarias, la invasión al medio oriente y los atentados de Madrid y Londres.
Desde hace horas el televisor transmite las imágenes del atentado una y otra vez. Los comentaristas dicen las mismas conjeturas apologéticas de cada año y los canales de noticias no cesan de hablar de lo sucedido aquella mañana de septiembre. Hace varias horas que J recuerda lo absurdo de su reacción ante la noticia y reflexiona sobre ello: a partir de esa mañana nada fue igual para él ni para nadie en el mundo. La esperanza, la fe, si en verdad alguna vez la hubo, se perdió de sus manos para siempre. El terrorífico símbolo que su generación necesitaba se había hecho presente. 

10 de septiembre de 2010

Idus de Septiembre III

J escribe con furor desde hace una hora u hora y media o casi una hora. Escribe una historia o algo parecido a una historia. Escribe furiosamente sobre un montón de papeles viejos, reciclados, no porque le interese ser un novelista de renombre, o simplemente un novelista: a J en realidad no le interesa si lo que escribe le pueda ser interesante o de provecho a alguien más. Escribe porque así descansa de la inmundicia que cree siempre le rodea; porque escribir no lo cansa no lo aburre no lo aflige como las demás actividades que debe realizar diaramente; porque escribir le sirve de terapia o eso le dijo un amigo o una terapeuta hace tiempo, no importa en verdad quién se lo dijo, basta saber que escribe por dictamen, que escribe porque le da la gana que garabatear algo sobre el papel lo entusiasma, lo saca de sí, como pocas cosas en su pequeña y ruinosa vida.
Poco a poco la tarde se nubla en la plaza donde J escribe y piensa en lo pusilánime que es al querer convertir su vida en literatura, en una pobre literatura, ridícula, puntualiza J; piensa con severidad que toda su vida ha girado tontamente alrededor de esa frase: hacer de la vida una literatura. Y piensa que siempre, no sabe cómo, termina hablando, hablándose, o escribiendo de literatura, contándose con odiosa parsimonia detalles nimios que cree de gran belleza. Y es por eso, cree J con amargura, que está solo; por eso, continúa diciéndose J, cada vez más azotado, que se encuentra escribiendo ahora mismo aislado de todo y de todos, porque siempre, no importa cómo, termina hablando de la jodida literatura que nunca le ha dado un peso para alimentarse o pagar el café que bebe como adicto.
El viento revuelve los papeles que tiene sobre la mesa y J se desespera, corre angustiado detrás de sus cuartillas, las persigue como un niño en busca de palomas. J persigue sus cuartillas incluso alrededor de la fuente donde bebe café y escribe, persigue con afán esas cuartillas que, lo sabe, no leerá nadie salvo él y sus amigos, esos papeles que quizá ni él mismo leerá pasados los años, esos papeles que serán la crónica de una vida a la que probablemente no deseará volver. Al pensar ésto J se incorpora y gimotea como las lámparas, derramando un suave rumor ámbar, un inconsolable rumor ámbar como sus ojos. Su vida entera, piensa, es realmente pusilánime. 

6 de septiembre de 2010

Idus de Septiembre II

J ha entrado en un estado difícil de entender. Un estado difícil de entender para él, claro está. Toma nota de lo que le sucede, pero no puede comprender qué le pasa. Trata de aclarar el estado en el que se encuentra desde hoy por la tarde, o desde ayer, también por la tarde. J recuerda que el dolor en su pecho comenzó, o tuvo la sensación de tenerlo, cuando volteó al cielo y se percató que un enorme arco iris que cruzaba por encima de las calles de la ciudad como los que aparecían en su niñez sobre los campos de sorgo de su abuelo. J recuerda a su abuelo y a su infancia y al mar. El mar que no está junto a los campos ni a su abuelo pero que lleva impregnado en los huesos. J recuerda el mar y ve, a lo lejos, aquella ciudad de tormentoso clima, La Pérgola por donde paseaba con sus padres, los helados de limón, la entrada del cine, los nísperos, las olas. J vuelve a recordar la oficina de su padre por donde veía crecer a las enormes olas del Pacífico que  creía, en aquel entonces, de un momento a otro irían a caer sobre él y su Padre. Sobre todo encima de él.
Tras divagar durante una hora entre sus recuerdos, J busca un libro para distraerse y entender de una vez por todas el estado en el que se encuentra. Sabe que no es fácil admitir su estado pusilánime. Odia aceptar sentirse menos que una sílaba o la campanada de la una, le susurra una voz. De cualquier manera J evade, huyendo a sus recuerdos de infancia, la verdadera razón de su estado, la razón por la cual el pecho le oprime las costillas y no puede beber su acostumbrada taza de café. J sigue cayendo en la depresión, su estado de ánimo apesta.
En su mesa de trabajo tiene las notas y la taza de café, los inútiles bolígrafos y sus confusos pensamientos. Sabe que no debió salir ayer por la tarde cuando un arco iris enorme se dibujaba en lo alto del cielo y los vientos hacían arder su garganta. Sabe que no debió salir y pensar en su infancia ni en los campos de sorgo ni en el mar ni en la oficina de su padre ni en las olas. No debió, lo sabe muy bien, apoltronarse frente a esa escuela y tratar de leer una novelita de estilo barroco, ilegible para su gusto. No debió de hurgar en la mirada de las horas buscando esa otra que lo tenía clavado a la acera, esperando, frente a aquella escuelita de posgrados donde alguna vez quiso realizar ciertos estudios. J sabe que no debió salir de su casa, pero al mismo tiempo sabe que ha entrado en un estado anímico que le hace cometer imprudencias y que difícilmente entiende el porqué.

3 de septiembre de 2010

Idus de Septiembre I

J se ha sentado en una conocida cafetería. Ha escogido un buen sofá y comenzado a repasar sus notas. Parece que todo va bien. Se concentra. La recuerda. Piensa en ella. Piensa en si debe o no verla. Lo desea. Lo sabe. Desea mirarla. Sólo eso.
Entra al mismo establecimiento, donde J se ha apoltronado, uno de esos tipos de grosero discurso político. Habla hasta por los codos. J se fastidia. Ahora no sabe cómo comportarse. No sabe cómo volver al recuerdo que lo embelesaba. Un pensamiento mezquino crece, otra vez, en sus ojos. J sabe que debe largarse de ese lugar, de ese sillón. Debe largarse. No pagar. Pero, como le han dicho en tantas ocasiones, no puede. Es bastante formal. Así que se traga su coraje, se traga su café, el sucio papel de la servilleta con la que se limpia los labios, pues, tiene, como siempre, que tragar algo de eso cada día.

29 de agosto de 2010

Idus de Agosto

Recuerdo aquel día: los muros recién pintados, la claridad de la mañana, los adolescentes en fila, uniformados, ansiosos, esperando el inicio o fin del discurso del director de la escuela secundaria. Una leyenda por entonces, una leyenda ahora. Aquel día yo caminaba a través del pórtico por el que caminó mi padre en otro verano. Las viejas edificaciones parecían firmes para mi moribunda visión infantil, sólidas en mi verde ensoñación de espanto y frío como lo suelen ser las primeras ensoñaciones de la vida.
     Jamás pensé en mi futuro. Tampoco podría haberlo hecho: en aquella edad era incapaz de mirar hacia adelante. La anchura de ese patio, de esas escaleras invadidas de moho, o los salones de aséptico aroma, eran todo mi mundo. Tras los muros de la secundaria yo no conocería la realidad. Me fugaría de clase una y otra vez para ello. Saltaría las bardas o engañaría a maestros y prefectos para escapar hacia la calle. En esos años incluso, lo confieso, me atrevería a escribir mis primeros versos de firme candor adolescente para tratar de ganarme el afecto de la chica en turno. Pero, a pesar de todo aquello, yo no podía saber, excúsenme la reiteración, que años después volvería a la vieja escuela y me quedaría perplejo al ver todo distinto, tan entrado en huesos, tan lleno de luto.
     Esa mañana había iniciado una carrera contra el tiempo. Escribiría al margen de las libretas escolares, de mi pequeña vida. Huiría de clase para refugiarme en la cafetería o en salones abandonados, en la biblioteca donde leería novelas, poemarios, revistas, ensoñaciones duras en ojos hormonales. Daría interminables vueltas alrededor de la cancha de fútbol buscando algo que es posible jamás encuentre. En aquel año había colocado la piedra basal de un edificio que luego trataría de derruir, de negar como la propia imagen, cara a Narciso.
     En ese año yo no podía intuir, ni de cerca ni de lejos, la imagen que se estancaría en mis venas y ojos, en lo tupido de los árboles en aquel entonces raquíticos. Aquella mañana no podía prever la nota del periódico, la esquela, la fotografía a color, los encanecidos rostros, el homenaje y reencuentro con la vieja escuela. En agosto de mil novecientos noventa y cuatro yo no podía saber que en otra mañana de agosto volvería a aquel patio, que ese reencuentro habría de conmoverme dejándome al borde de las lágrimas. Nunca supe que volvería otra vez a encontrarme con los antiguos profesores ahora en muletas o en sillas de ruedas, en rigurosos trajes de luto y con la solemnidad en sus rostros, profesores que en lugar de ciencias o humanidades habrían de enseñarme entereza moral. Yo no podía saber en ese momento de mil novecientos noventa y cuatro, a la luz del alba, que volvería luego a la vieja escuela debido a la muerte de ese director de áspera voz, de enrojecido rostro, de rancio esfuerzo oratorio.
     En agosto de mil novecientos noventa y cuatro no podía prever la convulsión que sentiría una década después, otro día de agosto por la mañana, a volver junto a los amigos, los antiguos profesores, la vida misma:  no había intuido el justo homenaje que rendiría a ese director de los grandes discursos de agosto por la mañana.

Descanse en Paz, Ing. Guillermo Soto Fierro.

25 de agosto de 2010

Nota de ocasión

Now, suppose our text contains the following four sentences:

  • One
  • Two
  • Three
  • Four

Then we may say that One and Two are equivalent because they occur in the same environment.

24 de agosto de 2010

Notitas de Poesía

       La fuente de la poesía es el habla, la misma de la prosa. El habla es temporal y sucesiva: cada frase se desarrolla en el tiempo y en cada frase las palabras van una detrás de otra. Por ser tiempo, el habla es rítmica o, más bien, tiende espontáneamente al ritmo. De ahí que las fronteras entre la prosa y el metro sean cambiantes, imprecisas: el ritmo, que las dibuja, a veces también las borra. Si el verso en ocasiones se desmorona y regresa a la prosa, en otras la prosa se levanta y baila como si fuese verso.

Octavio Paz, Árbol adentro, Seix Barral, México, 1987

20 de agosto de 2010

Proema, de Octavio Paz

    A veces la poesía es el vértigo de los cuerpos y el
vértigo de la dicha y el vértigo de la muerte;
    el paseo con los ojos cerrados al borde del despeñadero
y la verbena en los jardines submarinos;
    la risa que incendia los preceptos y los santos
mandamientos;
    el descenso de las palabras paracaídas sobre los
arenales de la página;
    la desesperación que se embarca en un barco de
papel y atraviesa,
    durante cuarenta noches y cuarenta días, el mar de
la angustia nocturna y el pedregal de la angustia diurna;
    la idolatría al yo y la execración al yo y la
disipación del yo;
    la degollación de los epítetos, el entierro de los espejos;
    la recolección de los pronombres acabados de cortar en el jardín
de Epicuro y en el de Netzahualcoyotl;
    el solo de flauta en la terraza de la memoria y el
baile de llamas en la cueva del pensamiento;
    las migraciones de miríadas de verbos, alas
y garras, semillas y manos;
    los substantivos óseos y llenos de raíces, plantados
en las ondulaciones del lenguaje;
    el amor a lo nunca visto y el amor a lo nunca oído
y el amor a lo nunca dicho: el amor al amor.

Sílabas, semillas.

Octavio Paz, Árbol adentro, Editorial Seix Barral, México, 1987

6 de agosto de 2010

Ejercicio de disolución

Quiso escribir lo vivido,
penetrar en su sombra,
derruirse en cada trazo.

Quiso, en el proceso escritura,
la eternidad de las palabras
que eternidad juraban.

Pero nada hay en sus manos.

Madrid, 2008

2 de agosto de 2010

Sobre El oro ensortijado

Redacción/Colectivo Plataforma

Hace tiempo que en el panorama poético de México hacía falta la aparición de una antología comprometida, una antología en realidad comprometida con su propuesta estética y no con los autores que presenta, una antología, vaya, que no se traicione a sí misma. Más allá del desarrollo de generaciones, más allá de tratar de fijar nombres en las tupidas constelaciones mexicanas, El oro ensortijado busca hacer hincapié en la obra y no en las carreras literarias, busca, en palabras de uno de sus antologadores, hacer una selección de poemas y no de poetas.

La obra presentada por Mario Bojórquez, Alí Calderón, Jorge Mendoza Romero y Álvaro Solís llama la atención por su doble prólogo, que primero nos presenta una introducción, a cargo de Bojórquez, de lo que ha sido de las antologías en México y luego continúa, con Jorge Mendoza Romero, dando cuenta de lo que encontraremos en El oro ensortijado: una obra basada en el gusto, en el decoro a la manera horaciana, como dicen sus autores. 

En El oro… podemos encontrar grandes poetas consagrados como Tomás Segovia, quién nos estremece enormemente al escucharle decir:

"Mis besos lloverán sobre tu boca oceánica[…]
hundiéndose en tu gruta marina […]
perdiéndose como un chorro en el mar"


No sólo hallamos la feliz emoción al encontrar los versos de Segovia, sino también nos estremecemos por la diversidad de los textos que conviven en la antología; junto a Segovia descubrimos a un Héctor Carreto que se confiesa de la siguiente manera: 

"Señor:
He pecado.
La culpa la tiene santa Dionisia,
La secretaria de mi devoción,
que día a día
me exhibía sus piernas"


Ordenada por fechas, la antología avanza poema a poema, autor por autor, emocionándonos siempre de hallazgo en hallazgo, subiendo por los años, por las épocas, encontrándonos hermosos versos como los siguientes de Bojórquez:

    "Todos tenemos una partícula
de odio
un alto fuego quemándonos por dentro
una pica letal que horada nuestros órganos"


O los desbordantes del Álvaro Solís:

    "Mi abuelo
olvidó llevar su sombrero hacia la muerte,
y yo crecí esperando
que un día él entrara a la casa,
llevando el pan para la cena"


Es cierto que algunos lectores echarán en falta, como siempre, determinados nombres en El oro ensortijado buscando desdeñar su propuesta estética. He aquí un error gravísimo: El oro ensortijado parte de un objetivo harto claro en su prólogo: la reconstrucción, sostenida por un gusto honesto y una idea de la poesía, a decir de sus autores, de la tradición mexicana del siglo XX, reuniendo lo uno en lo diverso, y no a otra cosa debe atenderse cuando de ésta antología se quiera hablar. Así pues, el lector de El oro ensortijado, desde su horizonte, desde su idea personal de la poesía, desde su gusto por las antologías y las aventuras estéticas, habrá de constatar que ciertamente esta obra entrega lo mejor de la poesía actual.

El oro ensortijado, poesía viva de México, será presentado en la ciudad de Guanajuato este 6 de agosto, a las 6 de la tarde en la Capilla Barroca del Museo del Pueblo. Una tarde-noche de poesía, cuento y lectura la que se vaticina sin duda, una tarde-noche convocada por la Universidad de Guanajuato, a través de la División de Ciencias Sociales y Humanidades y el Colectivo Plataforma, siempre preocupados por la difusión y promoción de la cultura.

29 de julio de 2010

Una hoja, un libro

una hoja, un libro,
muro que incendia
                       una visión
un sueño que madura,
una tormenta que abre ríos

el aliento en la ventana
un mar espera:
                    islas, truenos,
una cerradura que se abra
para que entre el viento

llego al jardín
y la revelación me arrebata,
calla,
                  otra vez calla
desde las altísimas jerarquías
de una espalda blanca.

Irapuato, 2004

26 de julio de 2010

Ahora que es tan lejos, de Hugo de Sanctis

Ahora que es tan lejos
y tanto se ha perdido
un crepúsculo regresa a su gran madre.

El mar casi inmóvil
rodea al continente.
Podría ir fácilmente hacia las islas,
hacer un leve movimiento
y establecerme en los espacios marinos.
Dejar que la ansiedad desaparezca
definitivamente
como las viejas embarcaciones. Soledad
sin tumulto,
agua alcanzada con el sacrificio
con la tortura y
algo que entrecortado baja hacia la paz
a la última tranquilidad del día...

Pero mi vida
es un indicio apenas
un obstinado acto irreversible.

Si me dieran a elegir un lugar
donde elaborar otra vida,
elegiría esta misma roca,
sobrevendría en esta cáscara sensible
igual que las cosas.
Volvería a comer plantas
de alguna región vistosa,
a mirar los atardeceres
y después a irme, siempre irme.

Soy un agregado de lo que ha existido sin mí,
solícito y maduro.

Luego que los vientos pesados
carguen con lo que quede
y que la tenaz espuma se deshaga
y vuelva a construir
sobre mi íntima dureza.
Y adiós gravedad, adiós fragmentos, valijas,
formas huesudas que un día ocupé
queriendo ser eterno
y no pude.

Regreso lo mismo que un camino,
habito este recodo silencioso
pero no lo poseo...

Hugo de Sanctis, Canción al prójimo, ICA/Azafrán y Cinabrio, México, 2006

18 de julio de 2010

Rima V, de Gustavo Adolfo Bécquer

Espíritu sin nombre,
indefinible esencia,
yo vivo con la vida
sin formas de la idea.

Yo nado en el vacío
del sol tiemblo en la hoguera
palpito entre las sombras
y floto con las nieblas.

Yo soy el fleco de oro
de la lejana estrella,
yo soy de la alta luna
la luz tibia y serena.

Yo soy la ardiente nube
que en el ocaso ondea;
yo soy del astro errante
la luminosa estela.

Yo soy nieve en las cumbres,
soy fuego en las arenas,
azul onda en los mares
y espuma en las riberas.

En el laúd soy nota,
perfume en la violeta,
fugaz llama en las tumbas
y en las ruinas hiedra.

Yo atrueno en el torrente,
y silbo en la centella
y ciego en el relámpago
y rujo en la tormenta.

Yo río en los alcores
susurro en la alta yerba,
suspiro en la onda pura
y lloro en la hoja seca.

Yo ondulo con los átomos
del humo que se eleva
y al cielo lento sube
en espiral inmensa.

Yo, en los dorados hilos
que los insectos cuelgan
me mezclo entre los árboles
en la ardorosa siesta.

Yo corro tras las ninfas
que en la corriente fresca
del cristalino arroyo
desnudas juguetean.

Yo, en bosque de corales,
que alfombran blancas perlas,
persigo en el océano
las náyades ligeras.

Yo, en las cavernas cóncavas,
do el sol nunca penetra,
mezclándome a los gnomos
contemplo sus riquezas.

Yo busco de los siglos
las ya borradas huellas,
y sé de esos imperios
de que ni el nombre queda.

Yo sigo en raudo vértigo
los mundos que voltean,
y mi pupila abarca
la creación entera.

Yo sé de esas regiones
a do rumor no llega,
y donde informes astros
de vida un soplo esperan.

Yo soy sobre el abismo
el puente que atraviesa;
yo soy la ignota escala
que el cielo une a la tierra.

Yo soy el invisible
anillo que sujeta
el mundo de la forma
al mundo de la idea.

Yo soy, en fin, ese espíritu,
desconocida esencia,
perfume misterioso
de que es vaso el poeta.

Gustavo Adolfo Bécquer, Rimas, Editores mexicanos unidos, México, 1999

8 de julio de 2010

Desde tu exilio la recuerdas

Desde tu exilio la recuerdas,
calles polvorientas, monumentos
de una época lejana, las huellas
anteriores y desconocidas de tus pasos.

Sólo himnos de media noche
por las ventanas del colegio.

Desde tu exilio miras las montañas
y crees encontrar su verdoso nombre
en las usuales postales de la lejanía,

Te detienes en la ventana y sabes
que todo es falso, no la mirada
de la noche, no la mar
de tu infancia, los arenales
en las anchas tardes de verano;

no el sabor de las preguntas
de ignota respuesta...

6 de julio de 2010

El Poeta declara su orfandad

                               Grande y dorado, amigos, es el odio 
                               Eduardo Lizalde


Yo odio profundamente la ciudad donde crecí
porque no me dio a beber de su limpísimo néctar,
porque no inoculó en mi ojos el frío polen
del verdadero odio,
porque gesticulo tontamente
frente al espejo diario
de la soledad de sus calles.

La ciudad grita diariamente en mi oído,
sabe todo lo que no podré ser,
conoce todo lo que he perdido
sobre mi taciturna sombra de rigor.

No puedo evitar su presencia
al rasurar los bulevares con mis huellas,
la ciudad es una palabra
que amarga las manos.

8 de junio de 2010

El poeta se acuerda de su vida, de Vicente Aleixandre

Vivir, dormir, morir: soñar acaso
Hamlet

Perdonadme: he dormido.
Y dormir no es vivir. Paz a los hombres.
Vivir no es suspirar o presentir palabras que aún nos vivan.
¿Vivir en ellas? Las palabras mueren.
Bellas son al sonar, mas nunca duran.
Así esta noche clara. Ayer cuando la aurora,
o cuando el día cumplido estira el rayo
final, y da en tu rostro acaso.
Con un pincel de luz cierra tus ojos.
Duerme.
La noche es larga, pero ya ha pasado.

Vicente Aleixandre

20 de mayo de 2010

Sentado en las gradas, mirando un partido de fútbol

    Sentado en las gradas, esperando el final del partido, volvía la mirada de cuando en cuando a mi reloj de pulsera. La idea de esperar los quince minutos que restaban para que finalizara el encuentro me parecía insoportable. Estaba solo en la gradería, desgarbado, gritando blasfemias a un equipo escasamente preparado para el encuentro.
    El día había comenzado como siempre: sin sobresaltos, sin nada que hacer. Una llamada telefónica lo invirtió todo. Los compañeros de la Universidad celebrarían un encuentro futbolístico, y aunque me excusé aludiendo a mi torpeza para el fútbol, eso no les importó en demasía. Me dijeron sin reparos: "lo que necesitamos es porra".
    Me levanté de las gradas realmente fastidiado por el encuentro o por el calor o por alguna otra razón que en ese momento no atinaba a formular, caminé un poco por los alrededores de la cancha y me detuve en una esquina junto a la alambrada. Levanté los ojos del suelo y miré a lo lejos como si indagara en una nota de supermercado; distinguí los rostros pelados del Cerro de Arandas, la altitud de las torres de transmisión, los esforzados corredores que descendían por los caminos.
    Diez años atrás creí sentir en el clima de la ciudad un espíritu de progreso: florecían por doquier los centros comerciales, los nuevos y modernos fraccionamientos y por fin hacían su aparición los bulevares que acrecentaban la marcha urbana. En aquellos años contábamos, después de largo tiempo, con eficientes y lustrosos autobuses urbanos; e incluso, cinco años atrás, bien lo recuerdo, aún se percibía ese clima de prosperidad que traen los ensanches, ensanches que habían traído, por ejemplo, el campo de fútbol donde ahora me encontraba parado en una esquina junto a la alambrada.
    Pero ahora que el rigor de las constelaciones no hace estragos en mis ojos y perdido el rumbo que dibujaban las líneas de mi mano, supe que aquel que se había fascinado por las luces de la modernidad y que ahora miraba el rostro pelado del cerro de Arandas, nunca tuvo la certeza de que su fascinación fue sólo fantasía. Y todo fue absurdo en aquel momento. Todo fue absurdo. En realidad no sabía qué hacía en aquel sitio, en aquella esquina junto a la alambrada. Era un mal porrista y no usaba falda ni llevaba motas. Estaba callado, solo, sin mantas, sin vítores, y sobre todo, sin cerveza, sí, sobre todo sin cerveza.
    Pero no me podía ir, no sabía porqué pero aún no me podía ir. Algo de manera insistente obstaculizaba mi partida. Debía esperar. Esperar quizá a que se acabasen los quince minutos que restaban del partido y poder largarme y dormir lo que me quedara del día y soñar con alguna mujer y descansar de todo aquello. Sí, deseaba irme, volver a mi sofá y leer unos cuantos poemas o los oscuros párrafos de algún cuento o sumergirme en realidades harto distintas, distintas a lo absurdo de aquel instante en que me detenía en una esquina de la cancha de fútbol junto a la alambrada. Algo realmente absurdo, pensaba, me tenía sujeto por todos lados, clavado en una esquina.
    Mis ojos dejaron de perderse en la serranía para concentrarse en el partido. Ahora los cerraba, ahora los abría simulando una cortinilla cinematográfica o una triste presentación de Power Point. Necesitaba estar despierto, era necesario estar despierto, salir del letargo al que estaba sometido desde hacía meses: sólo ruina miraban mis ojos. Una ruina de la que surgían enormes insectos negruzcos que devoraban las calles, las farolas, los grandes centros comerciales, las canchas de fútbol, el centro de las urbes que aún no conocía.
    Abrí los ojos, miré mi reloj de pulsera: todavía faltaban diez minutos para que finalizara el partido, todavía faltaban diez largos minutos; entonces miré una vez más hacia el cerro de Arandas y vi con amarga claridad los insectos sobrevolando la serranía, vi a los esforzados corredores descendiendo lentamente los páramos, descendiendo lentamente hacia el abismo, vi mi presente, y no pude ocultar el deseo de sonreír, no pude ocultar el deseo de sonreír como quizá se suele sonreír en un encuentro de fútbol de domingo a medio día, sonreír como cuando era un niño o un adolescente fascinado por cualquier mujer que encontrara por la calle, por cualquier noticia del mundo; sonreír como cuando creía que sería necesario derribar los muros y edificar sobre sus ruinas un destino nuevo, sonreír como cuando se sabe que lo deseado, eso que probablemente un día obtuviste, se ha perdido para siempre.

14 de mayo de 2010

Más y más consejos!

¡Pobre del hombre estudioso y sabio que no forma parte de un grupo, partido o camarilla! Con dificultad obtendrá triunfos insignificantes, y en cuanto a los grandes y ruidosos, puede dar por descontado que le serán robados. 
Stendhal, Rojo y negro 

9 de mayo de 2010

Y seguimos como el conejito...

¿Merece la pena la literatura? ¿Merece la pena el goce estético de leer, por ejemplo, a Stendhal? Supongamos que no, que no merece la pena. Supongamos que es mejor levantar el pico y la pala para levantar una casa en ruinas, como lo pueden ser el país, la moral, la religión, las costumbres, la economía familiar, lo primero que se nos ocurra. Supongamos que la literatura no merece la pena porque estamos menesterosos de pan y agua y vino y cualquier otro tipo de alimento. Supongamos que no tenemos que levantar una casa en ruinas sino sólo levantar. Supongamos que no merece la pena tumbarse una hora leyendo cualquier cosa porque apremian nuestra vida otras virtudes. Levantar el pico y la pala. Levantar un muro de ladrillos. Levantar el cuerpo a las seis de la mañana. Levantar. Sólo levantar. Supongamos que lo único que vale la pena en este mundo, lo único elogiable, es aquello que se precia por su valor monetario o fuerza física capaz de sostener cientos de toneladas sobre los hombros sin mucho esfuerzo. 

Supongamos que el único placer, el trabajo real, es estar horas y horas trajinando bajo el sol cualquier absurdidad pensable, pero muy justificable como la existencia humana. Imaginemos un poco, alejándonos de lo inmediato, prestando atención a lo no presente, a lo que se nos muestra con su poderío físico, como bomberos apagando un fuego no extinguible. Pensemos en las cosas de este mundo: las modas, las fiestas, la diaria labor de las masas, la secreta fidelidad de una costumbre y veremos, bajo este marco, nada pesimista, aunque lo anterior diga lo contrario, la respuesta a si vale o no la pena leer literatura.

Pensemos bien las cosas: para un gobernante la literatura no le es necesaria para ejercer su gobierno, a él no le son necesarios los versos de Quevedo para ejecutar unas leyes más o menos justas, o hacer mofa de sus contrincantes. Tampoco le son necesarias las palabras de Paz al panadero de la esquina para hacer unos ricos bizcochos. Ni siquiera la exaltación de un Juan de la Cruz a la viejita que nos poncha las pelotas y nos tilda de libertinos en la iglesia más cercana. Tampoco le hacen falta las intrigas del señor Sorel a nuestros diputados para alcanzar las gracias del poder. Entonces, ¿para qué leer literatura? ¿Vale la pena el desvelo? ¿Vale la pena leer y leer, ya ni siquiera intentar escribir unas cuantas oraciones?

Y sin embargo hay literatura. Y sin embargo el hombre, cualesquiera sea su oficio, se siente abandonado durante su existencia en el mundo. Y sin embargo día a día buscamos una buena conversación: la correspondencia fraternal entre los hombres. Y sin embargo buscamos anhelantes al otro, tratando de llenar un vacío inexplicable. Y sin embargo cansados de tanta retahíla, buscamos el sofá desesperados por mirar la telenovela, el partido de fútbol,  la serie de buena o mala factura. Y sin embargo las madres mandan a sus hijos a la iglesia para estudiar, disfrutar acaso, las grandes mitologías del catolicismo. Y sin embargo, cuando por circunstancias ajenas a nosotros leemos algún verso, alguna frase contundente, un pasaje entero, creemos que al fin el mundo ha abierto sus puertas y nos ha revelado su secreto; creemos en los sueños, en la iglesia, en los Reyes Magos; creemos que algún día terminarán nuestros pesares y todo será dicha, a pesar de todo. Y sin embargo no es necesaria la literatura. 

8 de mayo de 2010

Si de consejos se trata...

Tu carrera será penosa. Observo en ti algo que ofende al vulgo, y ese algo será motivo de que te persigan la envidia y la calumnia. Sea el que sea el puesto en que la Providencia tenga a bien colocarte, tus compañeros te odiarán, y si fingen lo contrario, será para venderte más sobre seguro. Contra ese contratiempo, no te cabe más que un remedio: a nadie recurras más que a Dios, que te dio, para castigo de tu presunción, esa necesidad de ser aborrecido. Sea pura y limpia tu conducta, que únicamente así conseguirás que, más pronto o más tarde, veas confundidos a tus enemigos.
Stendhal, Rojo y negro, cap XXIX

3 de mayo de 2010

Por ti, sólo por ti

Mujer, por ti olvidan sus nombres los meses del año
La mar encuentra su rostro en los soles del trópico
El áureo sueño lunar se encharca en la espesura
     de tus bosques nocturnos.

Las sombras se agotan al acercase tu horizonte
La aurora busca su horneado polen en tu bahía
Las soñolientas barcas se adentran en tus olas
     de talámica blancura
Y el perfume de las flores en el infinito
    sentido de tu cuerpo.

Por ti el claro dolor de los mares se anega en la espuma
turbia por tu arenal adolescente
Mis ojos crecen en tus ojos
Crecen hasta romper las crisálidas
Hasta caer a tierra enloquecidos por tu aroma
Y mojar sus tiernas raíces en el mundo

Mujer, el silencio calla sus mentiras
Los patios de apasionadas jacarandas se deshojan
Dime, ¿por qué has tardado tanto?
En ti las profecías cumplen su destino
Las montañas hurtan lejanía
Los naranjos reverdecen catedrales
El claro de los pozos se agita de alegría
Mujer de intensa carne
Todo cambia por ti, solo por ti
Flor de hermosa mácula
en el solitario jardín de los días.

20 de abril de 2010

Octavio Paz, aniversario luctuoso


El 19 de Abril de 1999 fallecía en la ciudad de México el poeta Octavio Paz. Uno de los más grandes poetas. No sólo de México, sino del mundo hispánico y cabría decir del mundo entero. A manera de homenaje, este poema: 


OLVIDO

Cierra los ojos y a obscuras piérdete
bajo el follaje rojo de tus párpados.

Húndete en esas espirales
del sonido que zumban y cae
y suena allá, remoto,
hacia el sitio del tímpano,
como una catarata ensordecedora.

Hunde tu ser a obscuras,
anégate en tu piel,
y más, en tus entrañas;
que te deslumbre y ciegue
el hueso, lívida centella,
y entre simas y golfos de tiniebla
abra su azul penacho el fuego fatuo.

Es esa sombra líquida del sueño
moja tu desnudez;
abandona tu forma, espuma
que no se sabe quién dejo en la orilla,
piérdete en ti, infinita,
en tu infinito ser,
mar que se pierde en otro mar
olvídate y olvídame.

Octavio Paz, Libertad bajo palabra, FCE, México, 2000

8 de abril de 2010

La niebla camina sobre las ruinas

La niebla camina sobre las ruinas
de lo que he perdido
Esos ojos esa noche ese sueño
Ese nombre impronunciable
entre las manos de un silencio íntimo
Ese querer decir sin abrir la boca
las sombras del espejo
Esa lugar donde crece el horizonte

               No sé si he comprendido
la terrible vastedad de las olas
Invento el silencio o la noche
Ese instante inocente
Ese canto al mundo o a la nada
Ese rumor de vidrios quebrándose

La niebla cárdena me impide hablar
decir las cosas con soltura
intentar el poema o el insomnio
las dulces campanadas o la lluvia
este pensar a solas tan a solas
en habitaciones alquiladas al olvido

Callo Una estrella hunde sus raíces
en el golfo de México
El mar golpea la quietud de los muelles
Esos ojos esa noche
Esa línea de mi mano que adivino
tan recta en mis sueños
Esa hora condenada a la muerte
Esas ruinas de la memoria
que la niebla lentamente descubre

Xalapa. Abril 2010

23 de marzo de 2010

Aquí me confieso

En el fondo soy un poeta provinciano, alejado de toda pretensión cosmopolita. Un poeta que no busca nuevos giros a su nombre de calendario ciego. En el fondo no busco sembrar nueva planta ni gritar consignas al crepúsculo. Todo lo que pienso, mi moral enloquecida, mi dolor unánime, es sólo el mal aliento de un amanecer que odio.
Sé que debí ser otro tipo de bosque poblado de ríos y árboles y ardillas y cuanto animal hay en el mundo. ¿Pero qué otra cosa puedo ser, sino lo que soy, en estos tiempos sin mitologías? Las iglesias, el rincón inmaculado, los prostíbulos, el nuevo congreso de pediatría, las oraciones todas están más solitarias que los ojos de un gato en las aceras, una verdad difícil de sostener frente tanta sangre enrarecida.

20 de marzo de 2010

Hablando de los días de feria

Hace un par de días visité la nueva edición de la feria de Irapuato, llamada "Expofresas 2010", en la que, contrario a lo que dice el nombre, lo que más abundan son los tacos al pastor, los perritos calientes, las habas enchiladas, los cacahuates salados y, claro, la cerveza, siempre presente en este tipo de eventos. Había decidido visitar el sitio después de un arduo día tirado en el sofá debido a un fuerte dolor de cabeza, me apetecía, pues, perder un poco de tiempo entre personas que harían todo lo posible por arrancarme unos billetes de mi desgastada cartera y, ¿por que no?, beber algunas chelas con los amigos.

Pero al llegar comencé a sentirme incómodo, primeramente, no había señalamientos claros de dónde podía aparcar el coche, ni siquiera las tarifas por tal servicio. Luego, el lugar estaba polvoriento y desorganizado, ¿a dónde ir primero y, sobre todo, dónde quedaban las cosas que queríamos ver? Ah, en cambio, qué buenos recuerdos poseo de las ediciones de mi niñez, incluso de mi adolescencia, en donde podía encontrar inmediatamente las novedades que aún no llegaban a Irapuato o mirar las emergentes estrellas del lugar hacer sus pininos en el Teatro del Pueblo; recuerdo, por ejemplo, que en una feria compré mi primera chamarra de cuero, cuando éstas estaban de moda, o haberme ilusionado con un batimóvil eléctrico para deslizarme por las polvosas calles de mi colonia, o también haber deseado un telefonillo de circuito cerrado para sentirme importante. También recuerdo haberme extraviado en una de aquellas ediciones de la feria a la edad de cuatro años y pasármela muy bien; recuerdo haber ido con la familia en el autobús de mi tío y al llegar, pues, a la feria y adquirir los boletos a tarifa normal, cosa mala para mí pues yo quería ir inmediatamente a los juegos, lo que representaba un costo especial por aquella época. Luego de entrar fuimos a mirar las novedades en ropa. Yo estaba muy fastidiado aquella noche, dicen siempre mis padres, porque quería ir los juegos, así que anduve dando vueltas por entre sus piernas, suplicando cumplieran mis caprichos, cuando de pronto miré al payasito de Ricolino y, cómo no, fui a saludarlo. Después de cumplido mi capricho, miré hacia atrás y no vi a nadie. No encontré a mi familia en el puesto de ropa, por lo que supuse habían ido a los juegos mecánicos, vaya, ¡todo mundo quiere ir a los juegos mecánicos! Fui, pues, a los juegos y no los encontré, merodeé entre los caballitos, la rueda de la fortuna, los carros chocones, los puestos de dulces y nada. Debí tener una cara de aflicción, creo, por no encontrarlos, como todo niño, o no, cuando un par de chicas me encontraron caminado entre los juegos. Ellas fueron las que cumplieron mi sueño. Aquella noche pude subir a la rueda de la fortuna, a los caballitos, al trenecito, a los avioncitos, entrar a la casa de los espejos, a la función de circo y no sé a dónde más, luego las chicas me compraron pistaches y un algodón de azúcar. En verdad estaba muy contento, ni siquiera me acordaba de mis familiares. Pero toda felicidad acaba: recuerdo a una de mis tías llorar cuando me encontró bajando de los caballitos. En aquél momento no supe bien porque lloraba mi tía, pero me alegré de verla y, claro, le presenté a mis nuevas amigas, al menos eso dice mi tía.  

Al volver a mis recuerdos de infancia y compararlos con los de hace dos días puedo ver, por ejemplo, que en Expofresas 2010 no hay muchos niños, ni payasito ricolino ni circo ni señalamientos o un orden evidente de por dónde se debe o puede ir. Todo es caos en el nuevo recinto ferial. Tampoco, y no lo digo como una exaltación de mi niñez, hay las novedades de antaño. Se han esfumado la feria las grandes estrellas del palenque y los artistas del pueblo no figuran más en el, ajá, Teatro del Pueblo. En todo caso, no hay estampas entrañables en la actual edición de la feria de Irapuato. Ahora las novedades en ropa han sido suplantadas por las novedades del calzado por catálogo, los nuevos modelos de autos se encuentran en los grandes centros comerciales, y la tecnología, la verdad es la verdad, en casi todas la esquinas de mi barrio. Los productos, pues, que se pueden ver en la feria Expofresas son los mismos que se encuentran en la plaza del comercio popular: baratijas. Además, los costos por estacionamiento, por entrada al recinto ferial, e incluso por el acceso a los servicios sanitarios, que deberían ser gratuitos, son bastante elevados. ¿Para qué entonces asistir a la feria? Buena pregunta. Muy buena pregunta. 

Todo lo anterior me lleva a plantear varias hipótesis del Porqué la decadencia de "Expofresas": la primera pudiera ser la recesión económica; la segunda, la deficiente organización del comité; la tercera, la lejanía del nuevo recinto ferial con respecto a la ciudad; y cabe una cuarta, el desprecio del gobierno por este tipo de eventos. Una cosa más, la descarada actitud populista del gobierno actual, o de siempre dirían otros, en lugar de utilizar el espacio para concretar oportunidades de negocio, o para un esparcimiento ordenado, decide traer bandas que de manera  previsible desbordarán la logística del lugar. ¡Ah!, pero claro, 40 mil personas de a $40 pesos para un sólo día, no suena nada mal. 

En fin, sólo digo lo que veo. Para los que gusten, las evidencias estarán hasta el 22 de Marzo, luego habremos de esperar un año, porque, seguro, las cosas seguirán igual, o peor, como me lo dice mi aterrada conciencia. 

Desgracia. Sólo desgracia

Como una paloma en su madriguera de junio
o como una rata herida al borde del jardín
o como las calurosas tardes de verano,
un doloroso aroma se introduce
a mi habitación lacerada.

Ah, lo que mi corazón no puede ocultar.
en el callado hueco de las manos,
en esta quebrada hoja
de rígido invierno.

Todo se vuelve amarillo.
No hay escape hacia los parques.
No hay descanso
en el fúnebre silencio de las horas
de esta noche cóncava.

Todo lo que se oculta
en el ateridos color de los ojos
es sólo desgracia.

18 de marzo de 2010

Hay de mujeres a mujeres...

Durante el periodo de mi vida en que más desgraciado fui, vi a menudo -por razones difícilmente justificables y sin asomo de atracción sexual- a una mujer que sólo me atrajo por un aspecto absurdo: como si mi suerte exigiese que un ave de mal agüero me acompañara en tal circunstancia.

Georges Bataille, El azul del cielo, Tusquets, México, 2009

14 de marzo de 2010

nueva huida hacia delante, de Francisco Cenamor

adulto aún joven
treinta y tantos años
busca proyecto ilusionante
para volver a empezar de nuevo
abstenerse los de siempre

Francisco Cenamor, Asamblea de palabras, Vitrubio, Madrid,2007

20 de febrero de 2010

Derecho al tiempo libre

Hoy se habla mucho de que las máquinas reducen el trabajo humano, y producen, además de mercancías, un ocio que permite a los trabajadores dedicarse a quehaceres más placenteros, más vinculados con su vocación, más acordes con sus deseos íntimos, todo lo cual les proporcionaría el cimiento para su desarrollo integral. El cuadro es demasiado hermoso, pero aunque factible, me parece falso.
Ese ocio no se ve por ninguna parte. Las máquinas, hoy perfeccionadas y cada vez más automáticas, no lo han traído. En todos los países los trabajadores siguen sometidos a un horario tan infrangible que parece decretado por los dioses. No se puede violar ni modificar. Se le impone al ser humano como si fuese una ley natural y éste lo acepta sin reparo ni reflexión, porque sí, porque no parece haber remedio, a pesar del desarrollo técnico y de todos los socialismos.
¿Por qué ocho horas?, ¿por qué cinco o seis días?, ¿por qué no dos turnos?, si fue un acuerdo entre el capital y el trabajo, curiosamente aceptado y exacerbado por los estados socialistas, ¿por qué no puede reemplazarse por otro?, ¿qué pasó con la liberación prometida? [...] Son demasiados siglos de sudor de la frente los que pesan sobre sus espaldas para que acepte un viraje que, al hacer menos opresivo y excluyente el trabajo, le devuelva sus fueros al ocio.
A la condena del horario inflexible hay que añadir el tiempo empleado en ir de la casa al trabajo y del trabajo a la casa, que en las grandes ciudades de tráfico endemoniado es más de lo humanamente admisible. Bajo cualquier sistema, hasta ahora, los trabajadores están uncidos a un tipo de producción y a un tiempo inexorables. Las ventajas materiales, que no son muchas, jamás podrán compensar la merma o la pérdida de su tiempo libre.

Rafael Cadenas, Obra entera: Poesía y prosa (1958 - 1995), FCE, México, 2000, p 624

17 de febrero de 2010

¿Para qué carajos nos sirve la Poesía?

La Poesía puede acompañar al hombre, que está más solo que nunca, pero no para consolarlo sino para hacerlo más verdadero. Por eso tiende a ser seca, dura, sobria. Además, ¿qué consuelo puede haber?
Rafael Cadenas, Obra entera, FCE, México, 2000, p 536

16 de febrero de 2010

Bueno alguien tiene que poner el dedo en la llaga

La literatura ha sido y sigue siendo asunto de minorías, y es conveniente recordarlo, pues los escritores todavía se consideran, como en la época romántica, seres que pueden influir decisivamente en el mundo, y además individuos excepcionales por el hecho de tener ciertas, o muchas, aptitudes para la expresión. ¿Cómo pueden engañarse? En realidad, los oye poca gente, y el mérito de sus dones no les corresponde del todo.
Rafael Cadenas, Obra entera, FCE, México, 2000, p. 526

31 de enero de 2010

No quería pensar más en ella

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No quería pensar más en ella, en Madrid, en su vida nocturna, en sus garitos abiertos hasta la madrugada, y ahora vuelve. Regresa de una manera insistente, golpeando con fuerza los cristales de la ventana como la luz de las lámparas nocturnas el escritorio: a pesar de que no la veo, siento que está de nuevo aquí y que espera ser nombrada en alguna frase. No se me ocurre nada, no pienso en nada, sólo hay un horizonte lejano, un pensamiento oscuro en mi boca como una palabra cualquiera cuando la digo, como este silencio cuando lo siento. Todo se desvanece en cuanto pienso en ella, buscar su sentido en mi historia es el sino de mis días.

2
Para aquellas ruinas éramos unos extraños, como nuestros antepasados que, hace siglos, las habían admirado. Pero los que caminaban conmigo no lo sabían: habían abolido las distancias -el tiempo, la historia, las líneas que separan al hombre de otro hombre. Su caminar, inmersos en su quietud, era la abolición entre la vida y la muerte. Pero los demás sabían algo que yo ignoraba: el ruido de los pasos sobre el camino era un rumor más entre los otros rumores de aquella noche. Un rumor diferente y, no obstante, idéntico a los lamentos de los perros en la oscuridad, los susurros de las aves en las copas de los árboles envejecidos y el dolor de la arena resbalándose en las tumbas. Saberlo era reconciliarse con el otro mundo, con nuestro pasado íntimo, incomunicable.

27 de enero de 2010

Coincidencias


Salí aquella tarde a caminar un poco por las calles, a perderme entre el murmullo cotidiano de la multitud que va de compras, de ocio, de voluta por el mundo. Después de bajar por la calle Mayor hacia la de Segovia, miré con sorpresa un objeto brillante sobre los escalones del viaducto. Me aproximé y comprendí que aquello era una especie de bolígrafo antiguo que, sin embargo, por el tipo de material que lo recubría, bien podía ser de manufactura reciente.

No comprendiendo este hecho, guardé el bolígrafo y caminé hacia la calle del Alamillo para encontrarme con Bea. Al llegar, le mostré el bolígrafo y le detallé mi extrañeza al encontrarlo. Pero Bea, poco dada a este tipo de sucesos, desdeñó mi charla y desvió la conversación hacia otros derroteros más académicos.

Cuando terminamos la cena, molesto aún por el desdén de Bea, me despedí lo más pronto que pude y caminé de prisa, dando tumbos por las calles sin atender la lluvia que comenzaba a arreciar. Todo mi mundo era la procedencia de aquel bolígrafo. Al llegar a Principe Pío, no cogí el metro, abordé el primer autobús que miré a San José de Valderas.

En la comodidad del salón, mientras la lluvia golpeaba con insistencia las ventanas y los chopos de la calle, examiné el objeto de mi desesperación con mucha cautela. En un momento dado, imprevisible como la ausencia de luz eléctrica durante una borrasca, creí sentir unas huellas sobre el bolígrafo que me parecieron familiares. En ese instante sospeché lo inevitable, las huellas que percibía eran las mías y, aún más sorprendente, el bolígrafo había sido de mi propiedad en un tiempo que aún no recuerdo.La única certeza que poseo, si acaso puedo tener alguna, es el golpeteo de la lluvia en las ventanas mientras escribo este relato. Intuyo que me encuentro a unos pasos de resolver el dilema.

25 de enero de 2010

Poema 20, de Pablo Neruda

(No quisiera decirlo, pero es evidente porque he puesto este poema en el blog. Espero lo disfruten)

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Escribir, por ejemplo: "La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos".

El viento de la noche gira en el cielo y canta.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.

En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.

Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.

Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.

Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche está estrellada y ella no está conmigo.

Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.

Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.

La noche que hace blanquear los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.

De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.

Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.

Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.

Pablo Neruda, Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Madrid, Cátedra, 2008

En mi corazón pesa el silencio

a F, ella lo sabe

En mi corazón pesa el silencio
de su voz en la bocina telefónica.

Dos o tres murmullos suyos
también hieren mis ojos.

No sé qué decir realmente
en la hondura de la noche.
Esta bocina no me basta.

Irapuato, 31 de Diciembre 2009

Nota de ocasión

Fuente: http://ecodiario.eleconomista.es

Si su sorrica elecdótica está piroca, iraculo u otro fauma. Acúda a nosotros. Nuestros pilamenólogos lo estarán buperros, como siempre. En nuestro habiller contamos con los mejores melatos ratepollas, arrinólogos y arricadores. No sea penculo y venga. No tema nuestros tecnorras, somos escridejos confiables.

Nota: Cualquier penculo dejocaor de la ciudad debidamente acreditado, tendrá nuestro puñeco. Lo mejor del ratepollas.
Lo esperamos.

23 de enero de 2010

Lo único que me queda entre las manos

Lo único que queda entre las manos
es esta vaga forma de quererte:
apretar tu cuerpo contra el mío
y llenar el hueco insondable
oculto en mi pecho.

Y no sé más. Yo aspiro a tu compasión,
a que tu sola presencia alivie
este querer irresoluto
que pesa en mí como un ave
en el cielo azul de la mañana.

Irapuato, 27 de Diciembre 2009

21 de enero de 2010

El poeta escribe a altas horas de la noche

Desde su mesa de madrugada, guiado por una tinta descolorida y la dolorosa luz de las lámparas, recuerda la tarde que pasó con ella, su demora frente a las marquesinas de un día que avanzaba a grandes salto por los tejados de las casas, la flores de las jacarandas susurrando letanías incomprensibles, el cielo de apretado rostro, el frío, las erráticas pulsaciones de un reloj ahora muerto. En el fondo de sí, aquella tarde fue un optimista. Y aunque algo le decía que nada iría bien, se dejó llevar por la deliciosa caligrafía de un número telefónico, un número escrito en la nota que aún guarda en el bolsillo. A la distancia lo sabe: estuvo en el lugar y momento adecuados, pero aquella tarde sus palabras no fueron precisas. No era consciente de lo que sucedía. Claro, había realizado con detalle el ritual de siempre: los minutos frente al espejo, el vistazo a las líneas de  la mano, la inspección minuciosa del cielo en busca de algún cuervo. Todo marchaba bien.

Cuando llegó al lugar de la cita, lo ojos de ella mitigaron su nerviosismo. No había nada que temer. Pero días después no supo nada,. Todo rastro de su aroma desapareció como los trajes de temporada. Tuvo que recurrir a la diaria invención de motivos para recordar aquella tarde. Intentó llamarla, es cierto, pero se enfrentó al témpano inamovible del frente frío número siete, el frente perfecto del olvido como las alas de una avispa.

La mañana entraba en los grandes ventanales de la habitación. No había una sola línea escrita en el papel ni un movimiento en sus dedos. Sólo las infatigables lámparas permanecían despiertas. Sólo las lámparas escuchaban el rumor apenas naciente. Sólo ellas se percataron de lo que nunca llegaría a su destino.

18 de enero de 2010

Paren las máquinas, señores

4
Es momento de prestar la atención debida,
señores, acallar los sonoros teléfonos móviles,
guardar los viejos maderos de los muelles,
quemar las cartas no enviadas, los borradores
somnolientos que esperan en los escritorios.

Es momento, señores, de borrar los dibujos
de las ventanas de los salones y el polvo
torpe que cubre los parabrisas de los coches
donde insistentemente su nombre escrito está.

No es necesaria tanta cosa, señores.
Aquí, solo, cansado, con mis pensamientos,
me es suficiente para entristecerme,
señores, una vez más, sin atavíos.

3
Es momento de prestar la atención debida,
señores, acallar los teléfonos móviles,
guardar los viejos maderos de los muelles,
quemar las cartas no enviadas, los borradores
somnolientos que esperan en los escritorios.

Es momento, señores, de quitar los dibujos
de las ventanas de los salones y el polvo
torpe que cubre los parabrisas de los coches
donde insistentemente su nombre escrito está.

No es necesaria tanta cosa, señores.
Aquí, solo, cansado, con mis pensamientos,
me es suficiente para entristecerme,
señores, una vez más, sin atavíos.

2
Es momento de prestar la atención debida,
señores, silenciar los teléfonos móviles,
guardar los viejos maderos de los puertos,
quemar las cartas no enviadas, los borradores
que somnolientos esperan en los escritorios.

Es momento, señores, de limpiar los dibujos
en las ventanas del salón, el polvo
que cubre profuso los coches y los muros
donde insistente su nombre escrito está.

No es necesaria tanta cosa, señores.
Aquí, solo, con mis pensamientos,
me es suficiente para entristecerme,
señores, una vez más, sin oropeles.


1
Es momento de poner la atención debida,
señores, apagar los teléfonos celulares,
esconder los viejos cuadernos del año,
quemar las cartas no enviadas, los correos
y los poemas que aún nos restan en el escritorio.

Es momento, señores, de limpiar
los dibujos aún no finalizados
en las ventanas del salón y el polvo
que cubre profuso los coches
donde insistente su nombre está.

No son necesarias tantas cosas, señores,
aquí, solo, con mis pensamientos
me es suficiente para ponerme triste,
señores, una vez más, sin oropeles.

Irapuato, 2 de Enero 2010

15 de enero de 2010

Una fotografía descolorida

Si cada ciudad es una metáfora de los hombres que las habitan, ésta, asentada en un declive, desperdigada entre montañas y ríos desecados, entre las sombras de los huizaches y los mezquites que antes cercaban nuestro mundo, entre el griterío de la muchedumbre por la mañana al salir hacia el mercado y del vendedor de fruta de temporada ya entrada la tarde en una avenida polvorienta y doliente como lo suele ser la luz perezosa de los cementerios, también es una metáfora que recorre mi cuerpo y que se adentra en mi sangre como una agria solución química que aletarga mi mirada y hurta de mí lo más sagrado y desconocido que pueda llevar dentro.

Pero no cualquier metáfora, no cualquier vulgar metáfora como las que suelen publicar los diarios en su nota roja, no, sino esa vaga imagen de nuestras caminatas por los bulevares de la ciudad, perdidos acaso, que cuando estamos lejos de casa aparece frente a nosotros con sus cálidas volutas diciéndonos lo que preferimos no escuchar, olvidar entre las ropas del equipaje que siempre ha de extraviarse como una solitaria moneda en el bolsillo una tarde desolada.

En la descolorida fotografía de nuestras caminatas, los olvidados signos de lo que quisimos se echan a volar como bandadas de pájaros insomnes sobre la ciudad ahora en ruinas. El oscuro pavimento de las calles nos sustrae de nuestro ensimismamiento, nos hace ignorar los pesares, las providencias, los designios de un juez implacable como el sol. Pero todo aquello vuelve aunque no le desee al mirar esta fotografía descolorida. Los besos de una lejana cita vuelven a la memoria, el silencio de las palabras nunca pronunciadas, los olvidados juramentos que nos llevaron de no sé dónde a no sé qué hacemos aquí. Las estrechas calles de esta ciudad son como las débiles e incompresibles líneas de mi mano.

12 de enero de 2010

Escribo, solamente escribo

Escribo, en mi cuarto tranquilo, solo como siempre yo he estado, solo como siempre estaré

Fernando Pessoa, El libro del desasosiego, Acantilado, Barcelona, p. 2

9 de enero de 2010

Autogol, de Ricardo Castillo


Fuente: Los tiempos.com

Nací en Guadalajara.
Mis primeros padres fueron mamá Lupe y papá Guille,
crecí como un trébol de jardín,
como moneda de cinco centavos, como tortilla.
Crecí con la realidad desmedida en los riñones,
con cursilería en el camarote del amor.
Mi mamá lloraba en los resquicios
con el encabronamiento a oscuras, con la violencia a tientas.
Mi papá se moría mirándome a los ojos,
muriéndose en la cámara lenta de los años,
exigiéndole a la vida.
Y luego la ceguez de mi abuelo, los hermanos,
el desamparo sexual de mis primas,
el barrio en sombras
y luego yo, tan mirón, tan melodrámático.
No he hecho sino cronometrar el aniquilamiento.
Como alquien me dijo una vez: valgo madre.

Ricardo Castillo, El Pobrecito Señor X, México, Conaculta, 1994.

5 de enero de 2010

Poema 15, de Pablo Neruda

Me gustas cuando callas porque estás como ausente,
y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.
Parece que los ojos se te hubieran volado
y parece que un beso te cerrara la boca.

Como todas las cosas están llenas de mi alma
emerges de las cosas, llena del alma mía.
Mariposa de sueño, te pareces a mi alma,
y te pareces a la palabra malancolía.

Me gustas cuando callas y estás como distante.
Y estás como quejándote, mariposa en arrullo.
Y me oyes desde lejos, y mi voz no te alcanza:
déjame que me calle con el silencio tuyo.

Déjame que te hable también con tu silencio
claro como una lámpara, simple como un anillo.
Eres como la noche, callada y constelada.
Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo.

Me gustas cuando callas porque estás como ausente.
Distante y dolorosa como si hubieras muerto.
Una palabra entonces, una sonrisa bastan.
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.

Pablo Neruda, Veinte poemas y una canción desesperada, Madrid, Cátedra, 2008