10 de septiembre de 2010

Idus de Septiembre III

J escribe con furor desde hace una hora u hora y media o casi una hora. Escribe una historia o algo parecido a una historia. Escribe furiosamente sobre un montón de papeles viejos, reciclados, no porque le interese ser un novelista de renombre, o simplemente un novelista: a J en realidad no le interesa si lo que escribe le pueda ser interesante o de provecho a alguien más. Escribe porque así descansa de la inmundicia que cree siempre le rodea; porque escribir no lo cansa no lo aburre no lo aflige como las demás actividades que debe realizar diaramente; porque escribir le sirve de terapia o eso le dijo un amigo o una terapeuta hace tiempo, no importa en verdad quién se lo dijo, basta saber que escribe por dictamen, que escribe porque le da la gana que garabatear algo sobre el papel lo entusiasma, lo saca de sí, como pocas cosas en su pequeña y ruinosa vida.
Poco a poco la tarde se nubla en la plaza donde J escribe y piensa en lo pusilánime que es al querer convertir su vida en literatura, en una pobre literatura, ridícula, puntualiza J; piensa con severidad que toda su vida ha girado tontamente alrededor de esa frase: hacer de la vida una literatura. Y piensa que siempre, no sabe cómo, termina hablando, hablándose, o escribiendo de literatura, contándose con odiosa parsimonia detalles nimios que cree de gran belleza. Y es por eso, cree J con amargura, que está solo; por eso, continúa diciéndose J, cada vez más azotado, que se encuentra escribiendo ahora mismo aislado de todo y de todos, porque siempre, no importa cómo, termina hablando de la jodida literatura que nunca le ha dado un peso para alimentarse o pagar el café que bebe como adicto.
El viento revuelve los papeles que tiene sobre la mesa y J se desespera, corre angustiado detrás de sus cuartillas, las persigue como un niño en busca de palomas. J persigue sus cuartillas incluso alrededor de la fuente donde bebe café y escribe, persigue con afán esas cuartillas que, lo sabe, no leerá nadie salvo él y sus amigos, esos papeles que quizá ni él mismo leerá pasados los años, esos papeles que serán la crónica de una vida a la que probablemente no deseará volver. Al pensar ésto J se incorpora y gimotea como las lámparas, derramando un suave rumor ámbar, un inconsolable rumor ámbar como sus ojos. Su vida entera, piensa, es realmente pusilánime. 

2 comentarios:

LSz. dijo...

Pero sólo apuntaría aquí que la culpa no es de la literatura.

Saludos diletantes.

José Antonio dijo...

LF, suscribo. J es demasiado pusilánime que termina echándole la culpa a la literatura.