19 de septiembre de 2010

Idus de Septiembre VII

Desde hace media hora ha permanecido sentado en las escaleras de la estación. Mira su reloj de pulsera. Los árboles bufan dolorosos debido al Levante. La gente camina aprisa a su alrededor mientras él hojea un librito de poemas. Es tarde. Bastante tarde. No llegará a tiempo, como siempre, no llegará, lo sabe. El tráfico es espantoso, demasiado espantoso, piensa, para una pequeña ciudad de provincia. Enciende los limpiadores es inútil, por lo que saca una franela mugrosa para secar los espejos. Un niño totalmente empapado le sonríe y le enseña los dientes: le pide una moneda. La gente sube y baja sin cesar, indiferente, sube o baja por las escaleras de la estación. En el cielo parece que la tarde quiere caer y no cae, parece que el calor amainará un minuto y no lo hace. Sentado en las escaleras, mira su reloj. Espera. Hojea el libro y parece que se detiene en un texto. Musita algo. Mira otra vez el reloj. Entonces se incorpora y el Levante le golpea directamente a la cara. Mira hacia el cielo. Está un poco nublado. Quizá llueva aunque en esta ciudad nunca se sabe. Cierra la ventanilla del coche y se queda pensativo. El semáforo cambia al verde y le obliga a continuar la marcha. Enciende la radio, cambia de estación como desesperado hasta encontrar la frecuencia de Radio Universidad. Baja las escaleras e introduce unas monedas en la máquina de golosinas. Escoge unas mentas. La estación se va quedando vacía  conforme avanza la tarde. Ve su reloj y mira pasar los dígitos por la pequeña pantalla de cristal. Son las menos quince. Apenas alcanza el estacionamiento apaga el coche y desciende, primero va al cajero automático y luego a la cafetería donde ella lo espera. Siempre llega tarde, nada puede hacer y piensa en el perdón de ella, un perdón siempre requerido, se dice, siempre. Ha salido de la estación con su caja de mentas y se asoma a la calle Menéndez Pelayo. La tarde arrecia y no pinta bien. Hay nubes a lo lejos y el levante golpea su chaqueta con más fuerza que hace una hora. Vuelve a sentarse en las escaleras. Se sienta y hojea su libro. Se detiene en una página. Lee. Entra a la cafetería y la busca entre las mesas, la encuentra en una mesita de la esquina. Hace un gesto con el brazo y va al encuentro. Son las menos diez y sigue en las escaleras. Sigue hojeando su librito, su librito extenso como un camino que nunca acaba.  La estación se ha quedando vacía. El viento sopla con fuerza. De repente una mano le toca el hombro y una voz le dice que siente el retraso. Él gira y sonríe. La besa. Se van pero el libro se queda en las escaleras. Al llegar a la mesa de la esquina toma asiento con visible timidez y dice sentir nuevamente el retraso. Evita mirar los ojos negros de la chica. Una gota de lluvia hace plash en el cristal y el aroma del café pasa por encima de la lámpara que ilumina la mesita donde se ha sentado. La chica extiende su mano derecha y alcanza la suya, la presión de sus dedos le hace recordar una sensación de otro tiempo. Ese azar o destino le trae a la memoria las palabras precisas que debe decir. Lo que alguien alguna vez dijo mientras esperaba en las escaleras del metro donde encontró el libro que ahora trae en el bolsillo. 

16 de septiembre de 2010

Idus de Septiembre VI

Con el correr del tiempo J sabe que irá olvidando las palabras. No cualquier tipo de palabras, olvidará las palabras que vuelan, las palabras que pierden peso, las palabras que coquetean con otro tipo de palabras en cuanto se les mira. Hace más de una hora que J conduce por un valle poblado de casuchas y plantíos de sorgo. Hace más de una hora que J piensa en la vida como una noria que gira y gira sin detenerse. Una noria que pierden palabras en cada vuelta, y que en cada pérdida ciertas regiones del mundo se llenan de mosquitos, de maleza, de moho y bacterias, de ciénagas enloquecidas hasta quedar completamente a oscuras.
J sabe que necesita a las palabras, sabe que necesita todo un diccionario en su cabeza para sobrevivir. Las palabras huyen, piensa, o mejor dicho parece que huyen pero en realidad lo encarcelan a uno en esa región oscura de la que difícilmente se puede salir. Hoy, por ejemplo, no sabe cómo nombrar las sensaciones que lo acosan. Las celebraciones de allá, de afuera, del otro lado del parabrisas, del otro lado de cualquier parte del mundo en la que él pudiera estar. Esas celebraciones que a lo largo del valle hieren su garganta y lo arrojan al silencio, a no fijar siquiera una sola idea, aunque sea prematura ¿O es lo contrario?, ¿esto que describo es verdad o mentira?, ¿lo ve J o lo veo yo?, ¿Quién habla en este instante?... No, no se confunda, esto que digo, esto que trato de describir lo tiñe la mirada ruinosa de J que se empeña en conducir por una carretera llena de curvas, rodeada de casuchas y plantíos de sorgo, una carretera que J se empeña en transitar para llegar a tiempo a su cita al menos por una vez en su vida de silencio.

13 de septiembre de 2010

Idus de Septiembre V


Esta es la situación: J se ha apoltronado en la oficina de su padre durante más de una hora queriendo escribir algo o leer algo, pero no ha hecho nada más que mirar el monitor de su computadora. Es de noche y los ruidos nocturnos lo estremecen. Le hacen temer un poco. Es absurdo, piensa, que tema a los ruidos nocturnos. Hace bastante tiempo que dejó la infancia, hace bastante tiempo de eso, se repite continuamente. Pero teme. Teme esa soledad que anuncian los escapes de los coches y los trailers, esa soledad que anuncia la marquesina de neón del bar de enfrente, esa soledad de las cervezas frías. No estaría mal bajar por una. No estaría mal bajar y beber un par de tragos para hacer posible lo imposible, se dice a sí mismo.
J no puede dormir. El insomnio lo cogió por sorpresa y creyó provechoso adelantar algunas lecturas, algunos textos que debe entregar, pero le ha sido imposible concentrarse. Debería bajar al bar, piensa, debería. Sabe que quedarse en la oficina por más tiempo es pensar en ella, creer que debió llamar, soltar sus amarras, dejarse llevar por la olas de lo imprevisible. Solo llamar, dejar su orgullo de lado y llamar. Eso debió hacer. Llamar.
A lo lejos un perro ladra y lo saca de su ensimismamiento. Mira la oscuridad de su monitor. Debería bajar al bar. Lo sabe. No temer a la noche. No temer a quedarse solo en cama durante la noche. El Príncipe lo sabe muy bien. Él sabe muy bien qué es dormir solo durante la noche junto a las fieles almohadas. Así que debería bajar al bar. Bajar, beber un par de tragos, poner algunas canciones del Principe o de José Alfredo, y llamar. Seguro. Eso debe hacer. Pero por eso mismo sabe que no debe hacerlo, aunque debería. Debe temer a la noche.
Los idus no deberían ser funestos, recuerda. No deberían en verdad ser funestos. Los idus deberían ser fechas de buen augurio o una fecha más, sencillamente. Una fecha cualquiera. Una fecha viva, claro, pero no aciaga. Los asesinos de César tienen la culpa. Aunque luego del crimen ellos también debieron temer a los idus. Ahora él, J, también los teme aunque no sea Marzo ni quince el día. Da igual. Los teme. Su reloj de pulsera dice que han comenzado los Idus de Septiembre y los teme. Quizá por eso esta noche se ha puesto inquieto. No es la luna o los ladridos de los perros o la soledad que lo atenaza desde el fondo de las horas. Son los idus. Y quizá por eso no baja al bar y decide llamarla. Quizá sea por eso. Teme a los idus. Se debe temer a los idus, eso dice el adagio, aunque sea Septiembre y no Marzo, aunque sea trece y no quince. Esta noche no irá a ninguna parte.

12 de septiembre de 2010

Idus de Septiembre IV

Hace horas que el televisor repite las mismas imágenes. Hace horas que el televisor repite las mismas frases, las mismas canciones, los mismos rostros endurecidos. Hace horas que el televisor no calla.
En las imágenes aparecen mujeres llorando a grito abierto, hombres con la mirada disuelta en un horizonte cubierto de polvo. En las imágenes que el televisor transmite J mira el dolor ajeno y se siente pusilánime, se siente más solo que la misma campanada de la una.
Tirado en el sofá ha mirado el televisor durante todo el día. No ha hecho otra cosa más allá de mirar esas imágenes terribles que lo estremecen hasta los dientes. La juventud o la inocencia del alba se le han ido por los ojos, piensa, y no hay vuelta atrás.
De pronto mira, a lo lejos, un horizonte gris y recuerda los días en que todo le parecía prometedor, casi luminiscente. Esos días en los que lo único importante era vestir jeans y gafas oscuras. Los días en que lo importante era saber si se tenía edad para conducir y entonces volverse popular.
J mira el televisor y recuerda esa mañana de septiembre. Mira y recuerda estar en clase de estadística. Recuerda una clase tan densa como todas en las que suele haber números y conceptos abstractos. Eran las nueve de la mañana y tenía hambre. Salió tarde de casa y apenas saboreó un poco de pan y café. Con el hambre lastimando su estómago sólo atendía nada a su angustia alimenticia. Además, a J le parecía de mal gusto el dictado del profesor a esas alturas universitarias. Recordaba, por ello, un incierto olor a pinta labios, a barniz, a alcohol rancio. Recordaba con odio el dictado de las primeras lecciones del Quijote que una profesora de primaria pensaba le haría bien transcribir en su libreta de estudiante de primeras letras. Desde entonces odió la obra cervantina y no es capaz de leerla sin sentir recelo hacia aquellos años infantiles.
En eso estaba cuando A entró al salón de clases interrumpiendo la voz chillona que dictaba la lección. Su rostro reflejaba angustia. 
J creció como muchos de sus vecinos a la sombra de las películas de Hollywood. El Hollywood de la era Reagan, es decir, del libre mercado. Esa generación, recuerda, creció a la sombra de Michael Jackson, Madonna, U2 y creyó como muchos otros, en el American Way of Life: los Estados Unidos eran el gigante inamovible a vencer.
Pero aquella mañana de septiembre A entró al salón de clases y derrumbó la fe de toda una generación. Al principio nadie creyó en las angulosas palabras de A. Luego temieron por la suerte de unos edificios ubicados en la zona rosa de la ciudad. A negaba una y otra vez los comentarios. A insistía en que el peligro estaba en otra parte del mundo cuando, en verdad, el peligro era esa incertidumbre que se alojaba en nuestros corazones y que jamás nos abandonaría.
Todos siguieron a A hasta llegar a la improvisada cafetería de aquella Universidad incipiente. Ese era el único sitio que poseía un televisor. Era una cafetería polvosa y decadente. Al ver las imágenes de la torre humeante la multitud se estremeció. Habían herido al gigante.
Pasadas las horas llegaron incertidumbre y angustia. Las crónicas del derrumbamiento de ambas Torres, el ataque al Pentágono, el otro avión, los reportes de terror, pasaron a formar parte del imaginario universal. Luego el miedo: el antrax y las medidas aeroportuarias, la invasión al medio oriente y los atentados de Madrid y Londres.
Desde hace horas el televisor transmite las imágenes del atentado una y otra vez. Los comentaristas dicen las mismas conjeturas apologéticas de cada año y los canales de noticias no cesan de hablar de lo sucedido aquella mañana de septiembre. Hace varias horas que J recuerda lo absurdo de su reacción ante la noticia y reflexiona sobre ello: a partir de esa mañana nada fue igual para él ni para nadie en el mundo. La esperanza, la fe, si en verdad alguna vez la hubo, se perdió de sus manos para siempre. El terrorífico símbolo que su generación necesitaba se había hecho presente. 

10 de septiembre de 2010

Idus de Septiembre III

J escribe con furor desde hace una hora u hora y media o casi una hora. Escribe una historia o algo parecido a una historia. Escribe furiosamente sobre un montón de papeles viejos, reciclados, no porque le interese ser un novelista de renombre, o simplemente un novelista: a J en realidad no le interesa si lo que escribe le pueda ser interesante o de provecho a alguien más. Escribe porque así descansa de la inmundicia que cree siempre le rodea; porque escribir no lo cansa no lo aburre no lo aflige como las demás actividades que debe realizar diaramente; porque escribir le sirve de terapia o eso le dijo un amigo o una terapeuta hace tiempo, no importa en verdad quién se lo dijo, basta saber que escribe por dictamen, que escribe porque le da la gana que garabatear algo sobre el papel lo entusiasma, lo saca de sí, como pocas cosas en su pequeña y ruinosa vida.
Poco a poco la tarde se nubla en la plaza donde J escribe y piensa en lo pusilánime que es al querer convertir su vida en literatura, en una pobre literatura, ridícula, puntualiza J; piensa con severidad que toda su vida ha girado tontamente alrededor de esa frase: hacer de la vida una literatura. Y piensa que siempre, no sabe cómo, termina hablando, hablándose, o escribiendo de literatura, contándose con odiosa parsimonia detalles nimios que cree de gran belleza. Y es por eso, cree J con amargura, que está solo; por eso, continúa diciéndose J, cada vez más azotado, que se encuentra escribiendo ahora mismo aislado de todo y de todos, porque siempre, no importa cómo, termina hablando de la jodida literatura que nunca le ha dado un peso para alimentarse o pagar el café que bebe como adicto.
El viento revuelve los papeles que tiene sobre la mesa y J se desespera, corre angustiado detrás de sus cuartillas, las persigue como un niño en busca de palomas. J persigue sus cuartillas incluso alrededor de la fuente donde bebe café y escribe, persigue con afán esas cuartillas que, lo sabe, no leerá nadie salvo él y sus amigos, esos papeles que quizá ni él mismo leerá pasados los años, esos papeles que serán la crónica de una vida a la que probablemente no deseará volver. Al pensar ésto J se incorpora y gimotea como las lámparas, derramando un suave rumor ámbar, un inconsolable rumor ámbar como sus ojos. Su vida entera, piensa, es realmente pusilánime. 

6 de septiembre de 2010

Idus de Septiembre II

J ha entrado en un estado difícil de entender. Un estado difícil de entender para él, claro está. Toma nota de lo que le sucede, pero no puede comprender qué le pasa. Trata de aclarar el estado en el que se encuentra desde hoy por la tarde, o desde ayer, también por la tarde. J recuerda que el dolor en su pecho comenzó, o tuvo la sensación de tenerlo, cuando volteó al cielo y se percató que un enorme arco iris que cruzaba por encima de las calles de la ciudad como los que aparecían en su niñez sobre los campos de sorgo de su abuelo. J recuerda a su abuelo y a su infancia y al mar. El mar que no está junto a los campos ni a su abuelo pero que lleva impregnado en los huesos. J recuerda el mar y ve, a lo lejos, aquella ciudad de tormentoso clima, La Pérgola por donde paseaba con sus padres, los helados de limón, la entrada del cine, los nísperos, las olas. J vuelve a recordar la oficina de su padre por donde veía crecer a las enormes olas del Pacífico que  creía, en aquel entonces, de un momento a otro irían a caer sobre él y su Padre. Sobre todo encima de él.
Tras divagar durante una hora entre sus recuerdos, J busca un libro para distraerse y entender de una vez por todas el estado en el que se encuentra. Sabe que no es fácil admitir su estado pusilánime. Odia aceptar sentirse menos que una sílaba o la campanada de la una, le susurra una voz. De cualquier manera J evade, huyendo a sus recuerdos de infancia, la verdadera razón de su estado, la razón por la cual el pecho le oprime las costillas y no puede beber su acostumbrada taza de café. J sigue cayendo en la depresión, su estado de ánimo apesta.
En su mesa de trabajo tiene las notas y la taza de café, los inútiles bolígrafos y sus confusos pensamientos. Sabe que no debió salir ayer por la tarde cuando un arco iris enorme se dibujaba en lo alto del cielo y los vientos hacían arder su garganta. Sabe que no debió salir y pensar en su infancia ni en los campos de sorgo ni en el mar ni en la oficina de su padre ni en las olas. No debió, lo sabe muy bien, apoltronarse frente a esa escuela y tratar de leer una novelita de estilo barroco, ilegible para su gusto. No debió de hurgar en la mirada de las horas buscando esa otra que lo tenía clavado a la acera, esperando, frente a aquella escuelita de posgrados donde alguna vez quiso realizar ciertos estudios. J sabe que no debió salir de su casa, pero al mismo tiempo sabe que ha entrado en un estado anímico que le hace cometer imprudencias y que difícilmente entiende el porqué.

3 de septiembre de 2010

Idus de Septiembre I

J se ha sentado en una conocida cafetería. Ha escogido un buen sofá y comenzado a repasar sus notas. Parece que todo va bien. Se concentra. La recuerda. Piensa en ella. Piensa en si debe o no verla. Lo desea. Lo sabe. Desea mirarla. Sólo eso.
Entra al mismo establecimiento, donde J se ha apoltronado, uno de esos tipos de grosero discurso político. Habla hasta por los codos. J se fastidia. Ahora no sabe cómo comportarse. No sabe cómo volver al recuerdo que lo embelesaba. Un pensamiento mezquino crece, otra vez, en sus ojos. J sabe que debe largarse de ese lugar, de ese sillón. Debe largarse. No pagar. Pero, como le han dicho en tantas ocasiones, no puede. Es bastante formal. Así que se traga su coraje, se traga su café, el sucio papel de la servilleta con la que se limpia los labios, pues, tiene, como siempre, que tragar algo de eso cada día.