12 de septiembre de 2010

Idus de Septiembre IV

Hace horas que el televisor repite las mismas imágenes. Hace horas que el televisor repite las mismas frases, las mismas canciones, los mismos rostros endurecidos. Hace horas que el televisor no calla.
En las imágenes aparecen mujeres llorando a grito abierto, hombres con la mirada disuelta en un horizonte cubierto de polvo. En las imágenes que el televisor transmite J mira el dolor ajeno y se siente pusilánime, se siente más solo que la misma campanada de la una.
Tirado en el sofá ha mirado el televisor durante todo el día. No ha hecho otra cosa más allá de mirar esas imágenes terribles que lo estremecen hasta los dientes. La juventud o la inocencia del alba se le han ido por los ojos, piensa, y no hay vuelta atrás.
De pronto mira, a lo lejos, un horizonte gris y recuerda los días en que todo le parecía prometedor, casi luminiscente. Esos días en los que lo único importante era vestir jeans y gafas oscuras. Los días en que lo importante era saber si se tenía edad para conducir y entonces volverse popular.
J mira el televisor y recuerda esa mañana de septiembre. Mira y recuerda estar en clase de estadística. Recuerda una clase tan densa como todas en las que suele haber números y conceptos abstractos. Eran las nueve de la mañana y tenía hambre. Salió tarde de casa y apenas saboreó un poco de pan y café. Con el hambre lastimando su estómago sólo atendía nada a su angustia alimenticia. Además, a J le parecía de mal gusto el dictado del profesor a esas alturas universitarias. Recordaba, por ello, un incierto olor a pinta labios, a barniz, a alcohol rancio. Recordaba con odio el dictado de las primeras lecciones del Quijote que una profesora de primaria pensaba le haría bien transcribir en su libreta de estudiante de primeras letras. Desde entonces odió la obra cervantina y no es capaz de leerla sin sentir recelo hacia aquellos años infantiles.
En eso estaba cuando A entró al salón de clases interrumpiendo la voz chillona que dictaba la lección. Su rostro reflejaba angustia. 
J creció como muchos de sus vecinos a la sombra de las películas de Hollywood. El Hollywood de la era Reagan, es decir, del libre mercado. Esa generación, recuerda, creció a la sombra de Michael Jackson, Madonna, U2 y creyó como muchos otros, en el American Way of Life: los Estados Unidos eran el gigante inamovible a vencer.
Pero aquella mañana de septiembre A entró al salón de clases y derrumbó la fe de toda una generación. Al principio nadie creyó en las angulosas palabras de A. Luego temieron por la suerte de unos edificios ubicados en la zona rosa de la ciudad. A negaba una y otra vez los comentarios. A insistía en que el peligro estaba en otra parte del mundo cuando, en verdad, el peligro era esa incertidumbre que se alojaba en nuestros corazones y que jamás nos abandonaría.
Todos siguieron a A hasta llegar a la improvisada cafetería de aquella Universidad incipiente. Ese era el único sitio que poseía un televisor. Era una cafetería polvosa y decadente. Al ver las imágenes de la torre humeante la multitud se estremeció. Habían herido al gigante.
Pasadas las horas llegaron incertidumbre y angustia. Las crónicas del derrumbamiento de ambas Torres, el ataque al Pentágono, el otro avión, los reportes de terror, pasaron a formar parte del imaginario universal. Luego el miedo: el antrax y las medidas aeroportuarias, la invasión al medio oriente y los atentados de Madrid y Londres.
Desde hace horas el televisor transmite las imágenes del atentado una y otra vez. Los comentaristas dicen las mismas conjeturas apologéticas de cada año y los canales de noticias no cesan de hablar de lo sucedido aquella mañana de septiembre. Hace varias horas que J recuerda lo absurdo de su reacción ante la noticia y reflexiona sobre ello: a partir de esa mañana nada fue igual para él ni para nadie en el mundo. La esperanza, la fe, si en verdad alguna vez la hubo, se perdió de sus manos para siempre. El terrorífico símbolo que su generación necesitaba se había hecho presente. 

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