8 de noviembre de 2011

Recordando a Tomás Segovia


A Tomás Segovia (1927 - 2011)

A veces es difícil imaginar otra vez dónde se encontró una sonrisa discreta, una palabra de aliento, un silencio amable. Uno sabe, tarde o temprano, que al volver a determinados sitios nada volverá a ser igual. Hago un repaso y recuerdo una imagen, o más bien, recuerdo un túnel, una boca de metro, una glorieta y la puerta giratoria del Café Comercial. Recuerdo una noche de primavera del dos mil ocho: una librería con las bombillas a media luz, una voz paladeando versos y manos sosteniendo las tapas de un libro reciente.
De esa noche quedan varias anécdotas memorables y las charlas en el Café Comercial, los sábados, a las once o doce del día. Queda en la memoria la voz juvenil, atendida bajo el rumor de los coches de la glorieta de Bilbao por aquella otra de experiencia y vitalidad, mientras la taza de café humeaba la mañana.

Nada volverá a ser igual. Hoy, en la Ciudad de México, se ha ido Tomás Segovia, un enorme poeta, pero sobre todo un hombre memorable.Ha partido quizá para otra vez soñarlo todo, como dijera en uno de los memorables versos de Anagnórisis.
Adiós, Tomás, Adiós.

24 de octubre de 2011

Todos los instantes son un sólo instante


    Todo es mortal ha dicho Bécquer en su lecho de muerte. Cierta o no la frase, su enunciación revela la condición del mundo. Una condición que eludimos día a día para vivir mejor, para mejor vivir en la ignorancia de lo efímero. El mundo tiende a la muerte y por eso mismo preferimos construir otro. Sin embargo, si todo es mortal, ¿a qué sustituirlo con una mentira? ¿O ésta será necesaria para vivir?
    Hace unos días asistí con unos amigos a la celebración de una boda. El rito, debo decirlo, me parecía intolerable. Esas ficciones, esas apariencias de lo sagrado, al aparecer frente a mí con toda su falsedad, creaban un denso clima irrespirable. Pero, en cambio, uno de los amigos decía lo contrario. Él decía estar contento, decía que preferir la ficción de Dios, saber que todo en el mundo es apariencia. Era preferible vivir esa falsedad porque ésta resolución le permitía disfrutar a plenitud de la grandeza de los hombres. 
    Así que una vez más me equivocaba. A la muerte de Dios aún nos quedan algunos caminos: aceptar su deceso, fingir su existencia o sustituirlo con otro numen. El primer camino entraña una valentía que pocos hombres llevan dentro. Vicente Huidobro, en el primer canto de Altazor, se pregunta por la necesidad de cambiar la moral cristiana por una nueva, esto es, se pregunta el para qué cambiar el mundo construido por el hombre a raíz del cristianismo por otro que, acaso, sea una prolongación del cadáver. Huidobro, en el poema, se enfrenta a la Nada de manera gozosa: descubre el placer en la revelación del azar. Otros, los más, preferimos fingir. Unos a través de las hermosas mentiras de siempre mientras otros fingimos la ausencia mediante la sombra de un dios acaso igual de abstracto e inasible que el cristiano. El hombre tiende a adorar objetos abstractos: el país, la nación, la economía, el mercado, la democracia. La cuestión es no abolir la trascendencia. 
   Estas sustituciones son quizá porque tememos a la muerte o porque, como diría Bécquer, todo es mortal, o porque no afrontamos con entereza la verdadera clave de la vida: el azar. El azar singulariza toda la experiencia diaria. La virtud de lo efímero es cristalizar la vida, quiero decir, hacerla transparente dentro de una imagen, contrario a lo que sucede con lo eterno que hace a la vida banal dentro de su ciclo de repeticiones. 
   Quizá en lugar de preocuparnos en demasía por la muerte, por el azar, por un rito cualquiera, deberíamos vivir, dejar constancia de nuestra existencia en una imagen o acto que se sostenga de forma gozosa, un acto valiente y sabio, azaroso y único: poesía.

19 de octubre de 2011

Work in Progress, el orfebre

Ajeno a las especulaciones intelectuales el orfebre trabaja. Sus manos, su rostro, su pensamiento, han sido curtidos por largas jornadas bajo el sol. En su dedicación no es consciente de lo extraordinario de su obra.
En su taller labra el universo. 

12 de octubre de 2011

Aquella primavera

De los pequeños poemas japoneses uno de mis favoritos es, sin duda, un tanka o waka, composición de cinco líneas de cinco y siete sílabas, atribuido a Ariwara no Harihira en donde se evoca cierta primavera. Al parecer, si no me equivoco, el tanka se encuentra dentro de la obra ""Ise Monogatari" (Los cuentos de ise) El poema es de una hermosa y devastadora brevedad:
Aquella luna
de aquella primavera
no es ésta ni es
la misma primavera:
Sólo yo soy el mismo. 
La luna y la primavera, después de una segunda mirada, no son las mismas: han cambiado. El poema declara en cinco versos la mutabilidad del mundo. Todo cambia de un momento a otro. Todo excepto el hombre. ¿Se habrá equivocado el poeta en el último verso? 
A finales de la primavera del 2008 este poema resonaba de manera especial en mi memoria. Por diversas razones yo caminaba en aquella época dando tumbos por las calles de Madrid. Hago un repaso y me veo frente a la Basílica de San Miguel en la calle de San Justo, con cierto aire de tristeza. A la distancia sé que aquel caminar equivalía de alguna manera a una despedida: nunca volví. Lo sobresaliente es saber que en ese sitio recordé el tanka de Ariwara no Harihira y me apresuré a escribirlo en mi libreta. Sin embargo lo recordé mal, escribí:
Aquella luna
de aquella primavera
no es ésta ni es
la misma primavera:
ni yo soy el mismo.
¿Feliz hallazgo? En mi versión todo transcurre, incluso el hombre. Esto me inquietaba. A pesar del esfuerzo del hombre por recordarlo todo, su vida era siempre otra. También me aterraba el hallazgo porque confirmaba lo que suponía: jamás volvería a aquella primavera aunque volviera a la misma calle, aunque de igual manera hiciera viento y fuera medio día y otra vez hallara pétalos de rosa de otra boda. En ese instante la certeza de que el tiempo jamás se detenía como la misma corriente del Tajo me golpeó de una manera terrible. 
También recuerdo haber escrito ciertas impresiones en mi libreta, haber dibujado la fachada de la iglesia e intentar un poema. Recuerdo no haber tomado las fotografías de rigor para forzar el anclaje de aquel tiempo en mi memoria.
A la distancia releo el poema en la versión de Octavio Paz y me doy cuenta del error cometido en el último verso. Sin embargo pienso que en el original, o en la traducción, ya estaba contenido el desasosiego. La luna y la primavera cambian porque el hombre mismo cambia. 
En otro tanka Ariwara no Narihira escribe con cierta resignación: 
Siempre lo supe:
el camino sin nadie
es el de todos.
Pero yo nunca supe
que hoy lo caminaría.  

30 de septiembre de 2011

El viaje definitivo, de Juan Ramón Jímenez

   ... Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando;
y se quedará mi huerto, con su verde árbol,
y con su pozo blanco.

   Todas las tardes, el cielo será azul y plácido,
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.

   Se morirán aquellos que me amaron;
y el pueblo se hará nuevo cada año;
y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,
mi espíritu errará, nostáljico...

   Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido...
Y se quedarán los pájaros cantando.

Juan Ramón Jímenez, Antología poética, 1984, Madrid, Cátedra.

1 de septiembre de 2011

La flor del Paraíso

Durante la madrugada de ayer tuve un sueño delicioso. Un sueño poético, porque lo ocurrido es dable contenerlo en una sola imagen que ilumine algún rincón en el que quizá no había reparado antes. En esa madrugada soñé estar en un autobús. Soñé que al reclinar mi cabeza sobre la ventana la luz del día declaraba ser de inusitada claridad. Inusitada por familiar y desconocida. Soñé que una vez y otra me preguntaban por su nombre y yo no sabía que decir (nunca sé que decir o responder cuando me encuentro en ese tipo de situaciones) Pero afortunadamente ella estaba detrás mío y con sus ligeros brazos todo lo resolvía. Se acercaba a mí, me miraba, me sonreía como siempre, y me besaba. Ese beso era igual a aquel primero frente a la puerta de su casa. Luego desperté. Y sin embargo, como en el sueño de Coleridge, al abrir los ojos aún conservaba la sensación de sus labios en los míos.

"¿Entonces, qué?" se pregunta Coleridge en la versión de Borges. Yo respondería: "entonces hay esperanza". Usar el sueño del poeta inglés como base para justificar el mío no es ilícito. La posterior presencia del suceso  durante mi sueño deja constancia, al menos para este amanuense, de que no todo es amargura y eso fundamenta la audacia. Pienso que la unidad de lo dicho, la analogía de mi sueño con el de Coleridge, no es descabellada. Claro que no lo es. En este acto nada hay de arbitrario. Además, ¿qué otro Paraíso busca el hombre que estar en los brazos de la mujer amada? ¿Qué otra prueba más fidedigna de haber estado en el remanso edénico que un sólo beso de su boca? ¡Y qué sorpresa más emocionante que constatar, quizá no sin algo de artificio, que sus labios aún cubrían los míos al despertarme!

La flor de Coleridge, la flor futura de Wells, el nostálgico retrato o la moneda intemporal de conocida película, bien pueden ser de igual sentido al beso ocurrido durante un perentorio sueño. Los hombres, así lo creo aunque este fervor no es privativo a mi experiencia, están secretamente hermanados por un objeto extraordinario: la flor de Coleridge. La flor que es nuestro parentesco más puro.      

11 de agosto de 2011

¿De verdad estamos tan solos?, de Efraín Bartolomé

Son las 4:43 de la mañana del día 11 de agosto de 2011.

Hace aproximadamente dos horas un grupo de hombres armados irrumpieron en mi casa ubicada en Conkal 266 (esq. Becal), Col. Torres de Padierna, 14200, México, D. F.

Comenzamos a escuchar golpes violentos como contra una puerta metálica y me extrañó porque se escuchaba demasiado cerca y no hay ninguna puerta así en la casa.

Prendí la luz.

Los golpes arreciaban ahora como contra nuestras puertas de madera.

Quité la tranca que protege la puerta de nuestra recámara y me asomé al pasillo: hacia el comedor veía luces (¿verdosas? ¿azulosas? ¿intermitentes?) acompañando los golpes violentos contra el cristal que da al sur.

Mi mujer me gritó que me metiera.

Así lo hice apresuradamente y alcancé a poner la tranca de nuevo.

Oí cristales rompiéndose y pasos violentos hacia nuestra recámara: rápidos y fuertes.

“¡Abran la puerta!” era el grito que se repetía antes de que empezaran a golpear con violencia mayor nuestra puerta con tranca.

Nos encerramos en el baño y busqué a tientas un silbato que cuelga de un muro sin repellar: comencé a soplarlo con desesperación, unas diez veces, quizá.

Mi mujer está llamando a la policía.

Les dice que están entrando a la casa, que vengan pronto por favor, que nos auxilien.

Yo sigo soplando el silbato con desesperación.

En la oscuridad, mi mujer se ubicó tras de mí mientras oíamos que la tranca de la puerta se quebraba y los hombres entraban.

¿Tres, cuatro, cinco?

Quise cerrar la puerta del baño pero ya no alcancé a hacerlo.

Empujé unas cajas hacia dicha puerta y en algo estorbó los empujones.

“¡Abran la puerta! ¡Abran la puerta, hijos de la chingada…!” gritaban mientras empujaban y metían sus rifles negros hacia el interior.

Quise detener la puerta con mis manos pero no tenía sentido: vencieron mi mínima resistencia y entraron.

Policías vestidos de negro, con pasamontañas y lo que supongo que serían “rifles de alto poder”.

“¡Al suelo! ¡Al suelo! ¡Al suelo, hijos de la chingada! ¡Al suelo y no se muevan!”

Uno de los hombres me da un manazo en la cabeza y me tira los lentes.

Alcanzo a pescarlos antes de que toquen el suelo.

Me quita el silbato.

−¡No golpee a mi esposo! –grita mi mujer.

−¡El teléfono! ¡Déme el teléfono! –le responde y pregunta si no tenemos otro teléfono o un celular.

Ella y yo nos arrodillamos primero y después nos medio sentamos en el suelo de cemento de este baño sin terminar.

Policías jorobados y nocturnos, como en el romance de García Lorca.

Quién lo diría: aquí, en nuestra amada casa donde cultivamos y enseñamos la armonía.

Aquí…

Justo aquí estos hombres de negro, con pasamontañas, con guantes, con rifles de asalto, con chalecos o chamaras que tienen inscritas las siglas blancas PFP, nos apuntan con sus armas a la cabeza.

Uno de ellos, siempre amenazante, nos interroga.

Dos más permanecen en la puerta.

− ¡Las armas! ¡Dónde están las armas!

− Aquí no hay armas, señor, somos gente de trabajo.

− ¡A qué se dedica!”

−Soy psicoterapeuta y escribo libros.

−¿Desde cuándo vive aquí?

− Desde hace treinta años…

−Cómo se llama.

−Efraín Bartolomé.

−Cuántos años tiene.

−60.

−A qué se dedica.

−Ya se lo dije, señor, soy psicólogo y escribo libros.

−Usted cómo se llama… –se dirige a mi mujer.

−Guadalupe Belmontes de Bartolomé.

−A qué se dedica.

−Soy arqueóloga y ama de casa.

−Cuántos años tiene.

−54.

−Tranquilos. Respiren profundo… Voy a verificar los datos.

El hombre sale.

Oigo ruidos en toda la casa.

Están vaciando cajones, abriendo puertas, pisando fuerte sobre la duela de madera.

Oigo ruidos afuera, en el cuarto de huéspedes, en la torre, en el estudio de abajo.

Nos cambiamos de posición.

Mi mujer pone algo sobre el frío piso de cemento.

Cinco o siete minutos después regresa el hombre y repite su interrogatorio.

Si recibimos gente en la casa, con qué frecuencia, cada cuánto salimos de viaje, quién cuida entonces.

Respondemos a todo brevemente.

Dice nuevamente que va a verificar los datos y que volverá a decirnos porqué están aquí.

El tiempo pasa.

Oímos que abren nuestro carro en el garage.

Voces ininteligibles en el patio del norte.

Más tiempo.

Varios minutos después se oyen motores que se prenden y carros que arrancan.

Mi mujer y yo seguimos en la oscuridad.

Comenzamos a movernos.

Sólo silencio.

Nos incorporamos con cierto temor.

Salimos del baño hacia la recámara iluminada.

Desorden.

Cajones abiertos.

Cosas volcadas en el buró.

La chapa de la puerta en el suelo.

Restos de la tranca destrozada.

La puerta de tambor machacada y rota, pandeada en su parte media.

Salimos al pasillo: un cuadro en el suelo y abiertas las puertas de lo que fueron las recámaras de mis hijos.

Desorden en el interior: maletas y cajas abiertas, cajones vaciados.

Vamos hacia el comedor: uno de los vidrios roto en su ángulo inferior izquierdo, muchos cristales en el piso.

La puerta de la sala está rota de la misma forma en que rompieron la de nuestra recámara: la chapa en el suelo y fragmentos de duela en el piso.

Está abierta la puerta de la torre y prendidas las luces del cuarto de huéspedes.

Salimos por la puerta de la sala y nos asomamos con cierto temor.

Nada.

Mi mujer llama por segunda vez a la policía.

Es en vano: piden los datos una vez más.

Dicen que ya enviaron una unidad.

Llego a la barda y me asomo: no hay carros.

El portón del garage está intacto.

Bajamos las escaleras hasta la puerta de acceso: rota igual que las de adentro.

El estudio de abajo está con las luces prendidas.

De por sí desordenado, ahora lo está más.

Vamos hacia la torre y entramos al cuarto de huéspedes: cajones volcados, revistas en el suelo, cosas sobre la mesa, puertas del clóset colgando, zafadas de su riel inferior.

Subo al tercer piso: una esculturita de alambre volcada pero no se nota demasiado desorden.

Subo a los pisos superiores: no hay daño en la salita de arte.

En el último piso dejaron abierta la puerta a la terraza.

Volvemos al interior: queremos tomar fotos pero no está la cámara de mi mujer que estaba sobre el buró.

“¡Tampoco está la memoria de mi computadora!”, grita.

También se la llevaron

Quiero ver la hora y voy al buró por mi reloj: ha desaparecido mi querido Omega Speedmaster Professional que me acompañó por casi cuarenta años.

Tiene mi nombre grabado en la parte posterior: Efraín Bartolomé.

Oímos que un auto se estaciona y nos asomamos.

Mi mujer llama una vez más a la policía: lo mismo.

Ya tienen los datos pero nunca enviaron apoyo.

Indefensión.

Del auto blanco baja un joven y avanza hacia la esquina.

Se asoma y regresa.

Lo saludo y responde.

Le preguntamos qué pasa y responde que viene en atención a una llamada de su amiga que vive a la vuelta y a cuya casa también se metieron.

Mi mujer pregunta de qué familia se trata, cómo se apellida.

Magaña, responde el joven.

¡Es Paty!, dice mi mujer.

Salimos a la calle y voy hacia allá.

Encontramos a Patricia Magaña, bióloga, investigadora universitaria, acompañada de su papá, en la calle.

Entraron a ambas casas la de ella y la de sus padres, con la misma violencia que a la nuestra.

Patricia y su hija estaban solas.

Sus padres octogenarios también estaban solos.

Volvemos a nuestra casa vejada y con la puerta rota.

Atranco la destruida puerta de la calle.

Con todo, mantenemos una sorprendente calma.

“Pudieron habernos matado”, dice mi mujer.

Yo imagino por unos segundos nuestros cuerpos ensangrentados en el baño en desorden.

¿Sabe el presidente Calderón esto que pasa en las casas de la ciudad?

¿Lo sabe Marcelo Ebrard?

¿Lo sabe el procurador Mancera?

¿Ordenan Maricela Morales o Genaro García Luna estos operativos?

¿Sabrán quién fue el encargado de este acto en contra de inocentes?

Antenoche volvimos a casa levitando, en la felicidad más plena, tras la amorosa y conmovedora recepción del público ante nuestro libro presentado en Bellas Artes.

Un día después, en la atroz madrugada, la PFP irrumpe violentamente en nuestra casa, quiebra nuestras puertas, destruye los cristales, hurga sin respeto en nuestra más íntima propiedad, nos amenaza con armas poderosas a mi bella mujer y a mí, a la edad que tenemos…

Y pensar que también son humanos los que hacen esto contra su prójimo.

Subo al estudio a escribir esto.

Allá, abajo, la ciudad parece embellecida por la calma.

Arriba la impasible Luna de agosto, casi llena.

Son ya las 6:35 de la mañana.

La luz de oriente comienza a colorear y a inflamar el horizonte.

La policía nunca llegó.

¿De verdad estamos tan solos?

16 de julio de 2011

Recién entonces, de Oliverio Girondo

Si el engaste
el subsobo
los trueques toques topos
las malacras
el desove
los topes
si el egohueco herniado
el covaciarse a cero
los elencos del asco
las acreencias
los finitos afines pudiesen menos
si no expudieran casi los escarbes vitales
el hartazgo en cadena
lo posmascado pálido
si el final torvo sorbo de luz niebla de ahogo no antepudiese tanto
ah
el verdever
el todo ver quizá en libre aleo el ser
el puro ser sin hojas ya sin costas ni ondas locas ni recontras
sólo su ámbito solo
                               recién
                                         quizá
                                                 recién entonces

Oliverio Girondo, En la masmédula, 1998, Buenos Aires, Losada, p. 135

12 de julio de 2011

Aquellas cartas, de Marco Antonio Campos

El ayer llega en el hoy que saluda ya el mañana.
El mirlo cantaba en el haya a la hora del degüello.
Era fines del '72. Yo atravesaba en tren
Europa occidental, o caminaba, por saber adónde,
un sinnúmero de calles, y en cuerpos ondulados
de jóvenes tenues, o en la delgadez del aire en la rama
de los castaños, o en reflejos, que creaban imágenes,
en aguas del Tajo, del Arno o del Danubio, la creía ver,
y ella lejos, en mí, en Cuidad de México, con sus
clarísimos 19 años, regresaba en verde o azul, para luego irse
y regresar e irse en el ayer que hoy llega para hablar mañana.
Era fines del '72, y yo no sabía que el mirlo cantaría para mí
a la hora del degüello. Ella hablaba de amor en mí, por mí, de mí,
pidiéndome que le enviara más cartas, que guardaba
-eso decía- en el color de los geranios sobre los muros
de su casa en el barrio de San Ángel, sabiéndola diciembre
que era de otro, pero yo le escribía cartas y cartas
en el compartimiento del tren de una estación a otra,
bebiéndome milímetro a milímetro la morenía de su cuerpo
como antes, sin saber que la tinta se borraba como
el color de los geranio en el muro de su casa.
Pero al evocar ese ayer convertido en un hoy que es ya mañana,
sin escribir ya cartas entre una estación y otra, me parece
que aún oigo la canción del mirlo a la hora del degüello.

30 de junio de 2011

Tres momentos de Junio

    I
    He tratado de escribir las palabras necesarias
y el verdadero nombre del poema,
    la dolorosa operación de siempre
    cuando la brisa muerde las ramas de los fresnos
    y la fatiga de la tarde sujeta mi garganta
y no la suelta.
    He preguntado largos siglos por el río que llevo dentro,
    el amargo río que crece dentro de mí desde la infancia.
    He preguntado por su oleaje doloroso y profético,
    pero lo único que hallo por respuesta es este lento,
lentísimo caminar de sombra.

    II
    Miro tu fotografía y encuentro un recuerdo claro,
    el nombre de una calle entrevista hoy por la mañana
    y te siento fumar otra vez el silencio
    mientras yo juego con el filoso cuchillo del lenguaje
    como si fuera la primera, la única ocasión para estar
en el mundo.

    III
    Navegaré incansable a tus islas para convertir
mi corazón en un canto.
    Porque nada escucho en el blancor las calles
    ahora que tu ausencia ilumina las jacarandas,
    ahora que el sabor del café es más amargo
que el destino propio,
    ahora que el infinito movimiento de lo mares
carcome la finita sintaxis de mi vida.

[##.06.11]

29 de junio de 2011

Ejercicios nocturnos

X
No puedo dormir, me aplastan contra el colchón las horas inmisericordes. Aquí, dentro, Simón el mago levita nuevamente y afuera, en el extrarradio, los prodigios son lapidados, no me permiten entrar en el sueño. Las ovejas saltan, ahora son ellas las que van en busca del lobo mientras hundo los ojos en mi cráneo dolorido. Espero el descanso. Yo aguardo que así sea.

Madrid, 2008

5 de junio de 2011

Te imagino llegar en verano

Te imagino llegar bajo las nubes
Llover como la luz del primer día
Desnuda caminar sobre los campos
Y desbrozar suavemente con tus dedos
Sus irredentas venas
Te imagino llegar en el verano
Llegar como luciérnaga
Habitando la noche
Efímera como mi voz efímera
Efímera como el dulce latir
De la dicha futura
Te imagino llegar lenta lentísima
Midiendo los centímetros que alejan
Los árboles y el mar
De inolvidable infancia
Te imagino llegar sïempre siempre
En tenso aprendizaje de lucero.

[03.06.11]

13 de mayo de 2011

Ahora regresa el verano

a ella, siempre

Mujer en qué momento
Veré tu fiel imagen
La delicada línea del mar
Tu costa inalcanzable
Mujer en qué momento
En qué momento tocaré tus labios
Tus labios arrecife en duermevela
Avellana de real escritura
De imprevista luciérnaga
A medio de la noche
Dime mujer ahora en qué momento
Veré tu soledad en plenitud
Tu soledad donde la mía hallará refugio
A la desesperanza de las horas

Sin ti vivo terriblemente débil
Débil como la palabra horizonte
Débil como una esdrújula
En un verso penosamente escrito
Débil como la luz de madrugada
Débil como la luz
Débil como la tierra como el mar
Que inundaba mi infancia
Débil como mi marítima infancia

Dime dime en mí una pregunta late
Dime en qué momento verás en mí
Al mozo que en ti busca su postura
Ante la vida toda
Dime si al fin decidirás mirarme
Mirarme como pan recién horneado
Mirarme como se mira una noche de Junio
Mirarme al fin mirarme
Con esa complacencia de los Lunes
De cualquier día tuyo.

[11.05.11]

4 de mayo de 2011

Escribo esto para los que se acercan a la muerte

En la soledad de mi habitación, mientras los perros ladran en las esquinas, las patrullas ululan por las calles y alguno que otro vende su cuerpo, su lenguaje mutilado; mientras allá, arriba, veo un carámbano enorme, de plata, diría Lorca; observo una difícil nota periodística y recuerdo. Más que recordar es reconocer una deuda hace tiempo contraída. (Sí, reconocer, una hermosa palabra) Reconocer un día, hace más de dos años, un día de lluvia, frío, en otro continente. Reconocer otra vez las calles, reconocer el rumor de las hojas al ir subiendo por Princesa y buscar la boca del Metro. Reconocer que un nombre me llamaba porque desde hace mucho, sin saberlo, yo buscaba su voz desesperante. Reconocer que esa misma desesperación revelaba la mía, clarificaba la mía. Reconocer que tenía hambre y frío, que no tenía ropa para soportar un invierno de esa magnitud o que realmente no conocía lo que era un inverno, reconocer que iba desde lejos "acumulando muchas dudas, tristes dudas" para, justamente, encontrarme con ese nombre. 
En aquel invierno leí por primera vez a Ernesto Sabato. Aún recuerdo salir de la estación de Moncloa con mi ejemplar de "Sobre Héroes y tumbas", recuerdo haber mirado las solapas del libro y emocionarme, recuerdo haber sentido la textura plástica del libro y cruzar el asfalto casi sin mirar a la calle, recuerdo haber caminado impaciente, por el frío, por el hambre, por la lectura y entrar casi corriendo al piso y apoltronarme en el salón de Celinda y comenzar a leer. Recuerdo la fascinación que sentí durante la lectura, las salidas hacia la escuela de Majadahonda y las páginas leídas durante los viajes. 
Recuerdo hoy a Ernesto Sabato, el físico metido a novelista. El físico metido a intelectual. El físico metido a lo que siempre fue, antes que todo: hombre. No importa si era o no "hombre de letras". No importa si era o no la promesa científica de la Argentina. Importa saber que fue un hombre, un hombre comprometido, "Antes del fin", un hombre con sensibilidad e inteligencia. Importa recordar otro tiempo, otro continente, una nube, un plátano, una calle empapada, el frío golpeando los cristales, una taza de café. Importa emocionarse con la literatura y también con los hombres que han creado esa literatura. Importa recordar a un tipo perdido en su propia crisis, pensando si era mejor ser una cosa u otra, un tipo desesperado, leyendo a Sabato y tratando de entenderse, de entender su verdadera vocación y vitalidad, por medio de aquellas páginas, admirando al argentino. Un tipo que, vanidosamente, deseaba, al igual que el autor de "El Túnel", resistir. 

3 de mayo de 2011

Volver nunca es del todo lúcido

Llegó al bar a eso de las diez, se sentó en un banquillo y pidió una corona; observó el frente con una mirada vacía, vaciada de lo que en otros ojos se podría llamar esperanza o cualquier otra cosa con sabor a destino. A ratos se le veía fastidiar las corcholatas de la barra mientras su cerveza se le deshacía entre los dedos; en otros, beber con tal fuerza que al mismo tiempo parecía engullir la vitalidad del mundo, de nosotros, espectadores.
Me levanté de la mesa y fui a su encuentro para hablarle, para decirle unas cuantas palabras. Era lamentable verlo en el abismo porque su ruina reflejaba lo que uno nunca se atreve a hacer con su vida. Era preciso terminar con aquel drama, con esa lágrima contenida, antes de que todo aquello terminase con nosotros. Pero aquel hombre no era igual a nadie que hubiese conocido. La cadavérica figura de sus ojos enmudeció mi lengua. Y sólo pude ver en ello mi profética desgracia, solo pude ver lo patético de mis pretensiones. ¿Era él o yo quien se derrumbaba? No lo podría decir con certeza. No lo podría decir ahora o después. A veces uno desea demostrar su valor con bravuconadas tales como invocar a la muerte. Sí, invocar la repentina destrucción de lo que se es para decir: "fue posible volver al igual que Lázaro". Pero la belleza del apocalipsis es terrible y ese hombre así lo fue para mí.
Ahora vago de ciudad en ciudad, de barra en barra, apenas reconociendo las calles, apenas reconociendo la niebla que asciende por los tejados y se tiende contra las nubes como lo haría un cadáver sobre la plancha de operación, apenas despierto al ir por la noche mientras consumo lentamente el alcohol de mis venas, la hermosa piedad de las horas. 

3 de abril de 2011

Es domingo por la mañana y la resurrección no llega de golpe

Querido Pablo:

¿Qué podemos hacer después de las noticias que nos llegan? Me dices en tu carta del mes pasado que a pesar de todo somos mexicanos y debemos sentirnos felices de haber nacido en estas tierras ¿en serio lo crees? Me niego a aceptar esa respuesta tuya. Si tú te sientes orgulloso de vivir aquí, de ser mexicano, allá tú. Yo no le veo nada de especial el nacer en un lugar u otro. Nacer en muchas ocasiones es sólo un acto fortuito. Pero siempre queremos hacer apología del acto como si nacer fuera algo sagrado, como si el encuentro entre espermatozoide y óvulo fuera cosa de otro mundo.  
Pero no te ofendas de lo que digo. Tú eres feliz por haber nacido aquí. Eso dices. Aunque, mirándolo de otro modo, igual te hubieras sentido si hubieses nacido en una isla o en Marte, ¿no lo crees? ¡Feliz! Dices vivir plenamente ahora mismo, pero a mí me parece que cierras los ojos a lo que ocurre alrededor nuestro. ¿No vez las noticias, no escuchas la radio? ¿No te abruma el número de muertos  en lo que va del año? ¿No te abruma que contemos la cantidad de muertos y no pase nada? 
Ya te he contado lo ocurrido en diciembre del dos mil ocho: el cruel atentado que sufrieron unos oficiales al norte de la ciudad y todo lo que sucedió: persecuciones, asesinatos, violaciones y un interminable catálogo de atrocidades. Si tú te sientes feliz de vivir en México y no de vivir en un país árabe, como también lo expresas en tu carta, yo preferiría vivir en la luna. A veces me parece que no hablo contigo. Pero con esto no quiero decir que lo sucedido en Libia sea de menor importancia que lo que a nosotros nos tocó vivir. Lo que quiero decir es que no cierres los ojos a lo que pasa en tu "terruño", lo que sucede, pues, en el lugar en el que dices vivir alegremente, en plenitud. 
No, querido Pablo, abre los ojos y mira lo que sucede, mira la violencia desatada e incontrolable, irracional. No hay un verdadero motivo para la atrocidad que campea por las calles día a día. En este "destape" de pasiones todo se vuelve irracional, matemático, frío. Es tal el "exceso de realidad" que buscamos las respuestas en la ciencias duras olvidándonos de que ante todo somos hombres. Así la violencia toca todos los niveles económicos, todas las esferas de la sociedad. Y a diferencia de lo que sucede en Libia, nuestra sociedad se está desgarrando, desmoronando día a día. Allá, perdóname el arrebato romántico, allá tratan de construir otra nación combatiendo los excesos de su actual gobierno, pero acá no hay más propósito, o despropósito, que el delirio. Y en esto estamos todos. Los que cierran los ojos y los que vemos y no hacemos nada. 
No, mi querido amigo, vivir en una felicidad alucinante como la tuya es igual a vivir en el miedo. Y vivir en un clima de miedo, amigo mío, es no vivir. 

Con un enorme abrazo de felicidad
José Antonio

11 de marzo de 2011

Poema a la patria


Anoche me propuse escribir un poema,
un poema de elevada altura,
armonioso, épico,
de suave aroma de provincia,
un poema hermoso,
de ojos profundos, azules,
de generoso pecho transparente,
un poema que cantara los frutos
y las deslumbrantes ruinas
del corazón vencido.
Me propuse hablar en cada verso
de las gestas de los próceres
que en la plaza lucen
armados, en sus potros
fieros, de aceradas bridas.
Pero, desde luego,
no pude escribir nada,
ni un solitario verso,
ay, olvidé los salmos,
las canciones a la luna,
las dilatadas vacas,
las sagradas letras de los nombres.
Sí, dulce patria mía,
nada pude escribir
de tu fulgor de estrella cuaternaria,
porque, verás, tierra adolorida,
fui al zócalo
y al baile de siempre
y perdí mis papeles y la honra...
y por eso, patria,
nada pude escribir
de las acostumbradas loas
en esta tu fecha
en estos tus doscientos años
de ruina legendaria.

México, 2010

21 de enero de 2011

Nostalgía de horizonte


No existe más dolor, sólo tú,
no existe más pesar, sólo tus brazos
largos como la sombra,
reconócelo al mirarte,
al observar a los insectos al ras del techo
fundiéndose en los focos.

No hay muros que saltar,
sólo existe el viento, la lejanía,
el horizonte que te indaga.

Madrid, 2008

20 de enero de 2011

Poema


Es ya la media noche
y los murmullos aún no repican.
La insomne luna está donde sïempre
y los árboles nos piden a gritos
se les llene de flores.
Oh, todo se disipa.

¿A dónde iremos cuando esto termine?
Pero, ¿a dónde queda eso
que se acalla en las lentas madrugadas?
Esta no es aquella que antes fue nuestra.

Que sean puestos los collares de flores.
De igüal modo, habremos de marcharnos.
Oh, todo se disipa.

Celaya, 2009