28 de enero de 2009

Ciencia, de Ernesto Sabato

Durante siglos el hombre de la calle tuvo más fe en la hechicería que en la ciencia: para ganarse la vida, Kepler necesitó trabajar de astrólogo; hoy los astrólogos anuncian en los diarios que sus procedimientos son estrictamente científicos. El ciudadano cree con fervor en la ciencia y adora a Einstein y a Madame Curie. Pero, por un destino melancólico, en este momento de esplendor popular muchos profesionales comienzan a dudar de su poder. El matemático y filósofo inglés A. N. Whitehead nos dice que la ciencia debe aprender de la poesía; [...]
Probablemente, este desencuentro entre el profesional y el profano se debe a que el desarrollo de la ciencia a la vez implica un creciente poder y una creciente abstracción. [...] En rigor es la doble cara de una misma verdad: la ciencia no es poderosa a pesar de su abstracción sino justamente por ella.
Es difícil separar el conocimiento vulgar del científico; pero quizá pueda decirse que el primero se refiere a lo particular y concreto, mientras que el segundo se refiere a lo general y abstracto. [...] el desiderátum del hombre de ciencia es enunciar juicios tan generales que sean ininteligibles, lo que se logra con la ayuda de la matemática. [...] a medida que la ciencia se vuelve más abstracta y en consecuencia más lejana de los problemas, de las preocupaciones, de las palabras de la vida diaria, su utilidad aumenta en la misma proporción. Una teoría tiene tantas más aplicaciones cuanto más universal, y por lo tanto cuanto más abstracta, ya que lo concreto se pierde con lo particular.
El poder de la ciencia se adquiere gracias a una especie de pacto con el diablo: a costa de una progresiva evanescencia del mundo cotidiano. Llega a ser monarca, pero, cuando lo logra, su reino es apenas un reino de fantasmas.
Se logra unificar todas aquellas proposiciones porque se eliminan los atributos concretos que permiten distinguir una taza de té, una estufa y personas que se retardan. En este proceso de limpieza va quedando bien poco; la infinita variedad de concreciones que forma el universo que nos rodea desaparece; [...]
El universo que nos rodea es el universo de los colores, sonidos, y olores; todo eso desaparece frente a los aparatos del científico, como una formidable fantasmagoría.
El Poeta nos dice:

El aire el huerto orea
y ofrece mil olores al sentido;
los árboles menea
con un manso ruido
que del oro y del cetro pone olvido.

Pero el análisis científico es deprimente: como los hombres que ingresan en una penitenciaría, las sensaciones se convierten en números. El verde de aquellos árboles que el aire menea ocupa una zona del espectro alrededor de las 5000 unidades Angström; el manso ruido es captado por micrófonos y descompuesto en un conjunto de ondas caracterizadas cada una por un número; en cuanto al olvido del oro y del cetro, queda fuera de la jurisdicción del científico, porque no es susceptible de convertirse en matemática. El mundo de la ciencia ignora los valores: un geómetra que rechazara el teorema de Pitágoras por considerarlo perverso tendría más probabilidades de ser internado en un manicomio que de ser escuchado en un congreso de matemáticos. Tampoco tiene sentido una afirmación como “tengo fe en el principio de conservación de la energía”; muchos hombres de ciencia hacen afirmaciones de este género, pero se debe a que construyen la ciencia no como científicos sino simplemente como hombres. [...]
Estrictamente, los juicios de valor no tienen cabida en la ciencia, aunque intervengan en su construcción; el científico es un hombre como cualquiera y es natural que trabaje con toda la colección de prejuicios y tendencias estéticas, místicas y morales que forman la naturaleza humana. Pero no hay que cometer la falacia de adjudicar estos vicios del modus operandi a la esencia del conocimiento científico.
De este modo, el mundo se ha ido transformando paulatinamente de un conjunto de piedras, pájaros, árboles, sonetos de Petrarca, cacerías de zorro y luchas electorales, en un conglomerado de sinusoides, logaritmos, letras griegas, triángulos y ondas de probabilidad. Y lo que es peor: nada más que en eso. Cualquier científico se negará a hacer consideraciones sobre lo que podría estar más allá de la mera estructura matemática.
La relatividad completó la transformación del universo físico en fantasma matemático. Antes, al menos, los cuerpos eran trozos persistentes de materia que se movían en el espacio. La unificación del espacio y el tiempo ha convertido al universo en un conjunto de “sucesos”, y en opinión de algunos la materia es una mera expresión de la curvatura cósmica. Otros relativistas imaginan que en el universo no hay pasado, ni presente, ni futuro; como en el reino de las ideas platónicas, el tiempo sería una ilusión más del hombre, y las cosas que cree amar y las vidas que cree ver transcurrir apenas serían fantasmas imprecisos de un Universo Eterno e Inmutable.
La ciencia estricta —es decir, la ciencia matematizable— es ajena a todo lo que es más valioso para un ser humano: sus emociones, sus sentimientos de arte o de justicia, su angustia frente a la muerte. Si el mundo matematizable fuera el único mundo verdadero, no sólo sería ilusorio un palacio soñado, con sus damas, juglares y palafreneros; también lo serían los paisajes de la vigilia o la belleza de una fuga de Bach. O por lo menos sería ilusorio lo que en ellos nos emociona.


Ernesto Sabato, Uno y el Universo, Editorial Seix Barral, Barcelona, 1981

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