26 de noviembre de 2010

Cuerpo a la vista, de Octavio Paz

Y las sombras se abrieron otra vez y mostraron un cuerpo:
tu pelo, otoño espeso, caída de agua solar,
tu boca y la blanca disciplina de sus dientes caníbales, prisioneros en llamas,
tu piel de pan apenas dorado y tus ojos de azúcar quemada,
sitios en donde el tiempo no transcurre,
valles que sólo mis labios conocen,
desfiladero de la luna que asciende a tu garganta entre tus senos,
cascada petrificada de la nuca,
alta meseta de tu vientre,
playa sin fin de tu costado.

Tus ojos son los ojos fijos del tigre
y un minuto después son los ojos húmedos del perro.

Siempre hay abejas en tu pelo.

Tu espalda fluye tranquila bajo mis ojos
como la espalda del río a la luz del incendio.

Aguas dormidas golpean día y noche tu cintura de arcilla
y en tus costas, inmensas como los arenales de la luna,
el ciento sopla por mi boca y su largo quejido cubre con sus dos alas grises
la noche de los cuerpos,
como la sombra del águila la soledad del páramo.

Las uñas de los dedos de tus pies están hechas del cristal del verano.

Entre tus piernas hay un pozo de agua dormida,
bahía donde el mar de noche se aquieta, negro caballo de espuma,
cueva al pie de la montaña que esconde un tesoro,
boca del horno donde se hacen las hostias,
sonrientes labios entreabiertos y atroces,
nupcias de la luz y la sombra, de lo visible y lo invisible
(allí espera la carne su resurrección y el día de la vida perdurable).

Patria de sangre,
única tierra que conozco y me conoce,
única patria en la que creo,
única puerta al infinito.

Octavio Paz, Libertad bajo palabra, 2005, Madrid, Cátedra, p. 186 - 187

7 de noviembre de 2010

1988

A finales de 1988 vivía en aquella ciudad tamizada por el calor. Hacía las maletas para la próxima mudanza aunque no estaba seguro de lo que vendría. Soles oscurecidos. Muros en ruinas. Árboles marchitos... En tanto colocaba en la maleta, con mucho cuidado, las camisas, los pantalones, los restos de la casa y los zapatos negros a un lado de los gastados deportivos. Pronto habría de demandarme la distancia. Los golpes. Los golpes en las piernas. Los golpes en las rodillas. La bofetada del desvelo y del adiós: una habitación de gruesas cortinas. Afuera, en el patio, estaba el coche. Motor encendido nos esperaba con sus portezuelas blancas que brillaban más que nunca. Detrás de él la mudanza se tragaba las macetas que ya no esperarían más en el pasillo. La naturaleza oprimía con gravedad las horas. El mar rugía y rugía. Todo era sal. Todo era el sabor de la sal. Era el año de 1988 y volvíamos, o mejor dicho, la familia volvía a su origen. Yo no. Yo me quedaba en la sal, en el árbol infinito de los trópicos, en el árbol luminoso tamizado por el calor de los trópicos.

La herida comenzaba a sangrar.

5 de noviembre de 2010

Otra vez: alguien tenía qué decirlo!

Yo creo que no hay nada, ni tan siquiera el crimen, más opuesto a la poesía, a la filosofía, a la vida misma, que este incesante trabajar.
Henry David Thoureau, Desobediencia civil y otros escritos, Alianza Editorial, Madrid, 2007

1 de noviembre de 2010

A la mitad de esta frase...

No estoy en la cresta del mundo.
                                                  El instante
no es columna de estilita,
                                      no sube
desde mis plantas el tiempo,
                                           no estalla
en mi cráneo en una silenciosa explosión negra,
iluminación idéntica a la ceguera.
Estoy en un sexto piso,
                                   estoy
en una jaula colgada del tiempo.

Octavio Paz,