28 de agosto de 2006

Búsqueda

Serena el día y concede a nuestros ojos
el don inefable de mirar con claridad.
 
Después, haznos morir, si así lo deseas... 
Homero, Íliada, Canto, XVII.



Yo soy el que se inmola,
el que derrama ceniza,
el que se disuelve
apenas toca el río,
el que navegará como serpiente.

Yo soy el que camina
sobre la roca,
en el árbol
anda el viento
y ruega en mi nombre.

Tres rocas indicaron
un camino que no encuentro.
La primera se quebró en el norte,
cada parte señala una hoguera,
de una saldrá un nombre.
Destino que debo invocar.

La segunda rodó por el sur
hasta caer en la boca del pez.
En su vientre llevará luz.

La tercera la robó un mercader,
¿dónde estará mi vigor?,
caja de roca
para cincelar oraciones.

El viento gritó en mi nombre,
una roca se quebró
otra adormece el agua
y otra se balancea
en manos distintas a las mías.
Un camino señalaron
pero nunca poseí los dones
para seguir paso a paso
las huellas de la niebla.

En un minuto lloverán luciérnagas,
pero en mis ojos
caerán las plegarias,
señales
de un viaje nocturno
que perdí
al llegar del monte.

Nunca pedí más
de lo escrito
en la corteza de un pino.
Nunca deseé más agua
del fruto prohibido.
Nunca rescate un sueño
que no tocara la almohada.

La tarde se detuvo,
en mi marquesina
compartimos palabras,
oraciones
a la noche, al mediodía
los sueños vendrán voraces
pero ninguno estará mañana.

Alta fue mi pretensión
lejana, mi estrella.