Si cada ciudad es una metáfora de los hombres que las habitan, ésta, asentada en un declive, desperdigada entre montañas y ríos desecados, entre las sombras de los huizaches y los mezquites que antes cercaban nuestro mundo, entre el griterío de la muchedumbre por la mañana al salir hacia el mercado y del vendedor de fruta de temporada ya entrada la tarde en una avenida polvorienta y doliente como lo suele ser la luz perezosa de los cementerios, también es una metáfora que recorre mi cuerpo y que se adentra en mi sangre como una agria solución química que aletarga mi mirada y hurta de mí lo más sagrado y desconocido que pueda llevar dentro.
Pero no cualquier metáfora, no cualquier vulgar metáfora como las que suelen publicar los diarios en su nota roja, no, sino esa vaga imagen de nuestras caminatas por los bulevares de la ciudad, perdidos acaso, que cuando estamos lejos de casa aparece frente a nosotros con sus cálidas volutas diciéndonos lo que preferimos no escuchar, olvidar entre las ropas del equipaje que siempre ha de extraviarse como una solitaria moneda en el bolsillo una tarde desolada.
En la descolorida fotografía de nuestras caminatas, los olvidados signos de lo que quisimos se echan a volar como bandadas de pájaros insomnes sobre la ciudad ahora en ruinas. El oscuro pavimento de las calles nos sustrae de nuestro ensimismamiento, nos hace ignorar los pesares, las providencias, los designios de un juez implacable como el sol. Pero todo aquello vuelve aunque no le desee al mirar esta fotografía descolorida. Los besos de una lejana cita vuelven a la memoria, el silencio de las palabras nunca pronunciadas, los olvidados juramentos que nos llevaron de no sé dónde a no sé qué hacemos aquí. Las estrechas calles de esta ciudad son como las débiles e incompresibles líneas de mi mano.
1 comentario:
Bonito texto, me ha hecho recordar... Gracias.
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