Desde su mesa de madrugada, guiado por una tinta descolorida y la dolorosa luz de las lámparas, recuerda la tarde que pasó con ella, su demora frente a las marquesinas de un día que avanzaba a grandes salto por los tejados de las casas, la flores de las jacarandas susurrando letanías incomprensibles, el cielo de apretado rostro, el frío, las erráticas pulsaciones de un reloj ahora muerto. En el fondo de sí, aquella tarde fue un optimista. Y aunque algo le decía que nada iría bien, se dejó llevar por la deliciosa caligrafía de un número telefónico, un número escrito en la nota que aún guarda en el bolsillo. A la distancia lo sabe: estuvo en el lugar y momento adecuados, pero aquella tarde sus palabras no fueron precisas. No era consciente de lo que sucedía. Claro, había realizado con detalle el ritual de siempre: los minutos frente al espejo, el vistazo a las líneas de la mano, la inspección minuciosa del cielo en busca de algún cuervo. Todo marchaba bien.
Cuando llegó al lugar de la cita, lo ojos de ella mitigaron su nerviosismo. No había nada que temer. Pero días después no supo nada,. Todo rastro de su aroma desapareció como los trajes de temporada. Tuvo que recurrir a la diaria invención de motivos para recordar aquella tarde. Intentó llamarla, es cierto, pero se enfrentó al témpano inamovible del frente frío número siete, el frente perfecto del olvido como las alas de una avispa.
La mañana entraba en los grandes ventanales de la habitación. No había una sola línea escrita en el papel ni un movimiento en sus dedos. Sólo las infatigables lámparas permanecían despiertas. Sólo las lámparas escuchaban el rumor apenas naciente. Sólo ellas se percataron de lo que nunca llegaría a su destino.
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