Sentado en las gradas, esperando el final del partido, volvía la mirada de cuando en cuando a mi reloj de pulsera. La idea de esperar los quince minutos que restaban para que finalizara el encuentro me parecía insoportable. Estaba solo en la gradería, desgarbado, gritando blasfemias a un equipo escasamente preparado para el encuentro.
El día había comenzado como siempre: sin sobresaltos, sin nada que hacer. Una llamada telefónica lo invirtió todo. Los compañeros de la Universidad celebrarían un encuentro futbolístico, y aunque me excusé aludiendo a mi torpeza para el fútbol, eso no les importó en demasía. Me dijeron sin reparos: "lo que necesitamos es porra".
El día había comenzado como siempre: sin sobresaltos, sin nada que hacer. Una llamada telefónica lo invirtió todo. Los compañeros de la Universidad celebrarían un encuentro futbolístico, y aunque me excusé aludiendo a mi torpeza para el fútbol, eso no les importó en demasía. Me dijeron sin reparos: "lo que necesitamos es porra".
Me levanté de las gradas realmente fastidiado por el encuentro o por el calor o por alguna otra razón que en ese momento no atinaba a formular, caminé un poco por los alrededores de la cancha y me detuve en una esquina junto a la alambrada. Levanté los ojos del suelo y miré a lo lejos como si indagara en una nota de supermercado; distinguí los rostros pelados del Cerro de Arandas, la altitud de las torres de transmisión, los esforzados corredores que descendían por los caminos.
Diez años atrás creí sentir en el clima de la ciudad un espíritu de progreso: florecían por doquier los centros comerciales, los nuevos y modernos fraccionamientos y por fin hacían su aparición los bulevares que acrecentaban la marcha urbana. En aquellos años contábamos, después de largo tiempo, con eficientes y lustrosos autobuses urbanos; e incluso, cinco años atrás, bien lo recuerdo, aún se percibía ese clima de prosperidad que traen los ensanches, ensanches que habían traído, por ejemplo, el campo de fútbol donde ahora me encontraba parado en una esquina junto a la alambrada.
Pero ahora que el rigor de las constelaciones no hace estragos en mis ojos y perdido el rumbo que dibujaban las líneas de mi mano, supe que aquel que se había fascinado por las luces de la modernidad y que ahora miraba el rostro pelado del cerro de Arandas, nunca tuvo la certeza de que su fascinación fue sólo fantasía. Y todo fue absurdo en aquel momento. Todo fue absurdo. En realidad no sabía qué hacía en aquel sitio, en aquella esquina junto a la alambrada. Era un mal porrista y no usaba falda ni llevaba motas. Estaba callado, solo, sin mantas, sin vítores, y sobre todo, sin cerveza, sí, sobre todo sin cerveza.
Diez años atrás creí sentir en el clima de la ciudad un espíritu de progreso: florecían por doquier los centros comerciales, los nuevos y modernos fraccionamientos y por fin hacían su aparición los bulevares que acrecentaban la marcha urbana. En aquellos años contábamos, después de largo tiempo, con eficientes y lustrosos autobuses urbanos; e incluso, cinco años atrás, bien lo recuerdo, aún se percibía ese clima de prosperidad que traen los ensanches, ensanches que habían traído, por ejemplo, el campo de fútbol donde ahora me encontraba parado en una esquina junto a la alambrada.
Pero ahora que el rigor de las constelaciones no hace estragos en mis ojos y perdido el rumbo que dibujaban las líneas de mi mano, supe que aquel que se había fascinado por las luces de la modernidad y que ahora miraba el rostro pelado del cerro de Arandas, nunca tuvo la certeza de que su fascinación fue sólo fantasía. Y todo fue absurdo en aquel momento. Todo fue absurdo. En realidad no sabía qué hacía en aquel sitio, en aquella esquina junto a la alambrada. Era un mal porrista y no usaba falda ni llevaba motas. Estaba callado, solo, sin mantas, sin vítores, y sobre todo, sin cerveza, sí, sobre todo sin cerveza.
Pero no me podía ir, no sabía porqué pero aún no me podía ir. Algo de manera insistente obstaculizaba mi partida. Debía esperar. Esperar quizá a que se acabasen los quince minutos que restaban del partido y poder largarme y dormir lo que me quedara del día y soñar con alguna mujer y descansar de todo aquello. Sí, deseaba irme, volver a mi sofá y leer unos cuantos poemas o los oscuros párrafos de algún cuento o sumergirme en realidades harto distintas, distintas a lo absurdo de aquel instante en que me detenía en una esquina de la cancha de fútbol junto a la alambrada. Algo realmente absurdo, pensaba, me tenía sujeto por todos lados, clavado en una esquina.
Mis ojos dejaron de perderse en la serranía para concentrarse en el partido. Ahora los cerraba, ahora los abría simulando una cortinilla cinematográfica o una triste presentación de Power Point. Necesitaba estar despierto, era necesario estar despierto, salir del letargo al que estaba sometido desde hacía meses: sólo ruina miraban mis ojos. Una ruina de la que surgían enormes insectos negruzcos que devoraban las calles, las farolas, los grandes centros comerciales, las canchas de fútbol, el centro de las urbes que aún no conocía.
Mis ojos dejaron de perderse en la serranía para concentrarse en el partido. Ahora los cerraba, ahora los abría simulando una cortinilla cinematográfica o una triste presentación de Power Point. Necesitaba estar despierto, era necesario estar despierto, salir del letargo al que estaba sometido desde hacía meses: sólo ruina miraban mis ojos. Una ruina de la que surgían enormes insectos negruzcos que devoraban las calles, las farolas, los grandes centros comerciales, las canchas de fútbol, el centro de las urbes que aún no conocía.
Abrí los ojos, miré mi reloj de pulsera: todavía faltaban diez minutos para que finalizara el partido, todavía faltaban diez largos minutos; entonces miré una vez más hacia el cerro de Arandas y vi con amarga claridad los insectos sobrevolando la serranía, vi a los esforzados corredores descendiendo lentamente los páramos, descendiendo lentamente hacia el abismo, vi mi presente, y no pude ocultar el deseo de sonreír, no pude ocultar el deseo de sonreír como quizá se suele sonreír en un encuentro de fútbol de domingo a medio día, sonreír como cuando era un niño o un adolescente fascinado por cualquier mujer que encontrara por la calle, por cualquier noticia del mundo; sonreír como cuando creía que sería necesario derribar los muros y edificar sobre sus ruinas un destino nuevo, sonreír como cuando se sabe que lo deseado, eso que probablemente un día obtuviste, se ha perdido para siempre.
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