Era el final de un verano hondamente cálido y quizá la presencia de aquella calidez presagiaba lo que sobrevendría luego. Aquel verano contenía algo especial: por fin tendríamos una verdadera clase de inglés, por fin, Teresa, nos daría inglés.
Algunos rumores decían que Teresa tenía más o menos nuestra edad, pero nadie sabe si eso era cierto. La verdad, a nadie le importaban esos detalles de Teresa. Lo importante era otra cosa, lo importante era contemplar a Teresa. Sí, contemplarla y elucubrar qué serían nuestras vidas a su lado, mientras ella caminaba por los pasillos, mirándonos con desdén. Esa mirada altiva nos fascinaba. Nadie intuía en ese entonces que pronto no veríamos más a Teresa, era triste pensar en eso, si es que alguna vez nos detuvimos en ello. Teresa había cambiado totalmente el ambiente de la Universidad y claro, a nosotros también. No es que hubiese pocas mujeres ejerciendo la docencia. No, lo que sucedía es que ningún como Teresa. Teresa era distinta, nunca dejábamos de pensar en ella. Cuando caminaba cerca de nosotros, por los pasillos, nadie hablaba, incluso después, cuando sólo quedaba en el aire su diluido aroma. Nos mirábamos eso sí, con complicidad, asintiendo silenciosos el suceso.
Aquel verano, la clase de inglés estaba programada de una a dos, a esa hora el calor era insoportable, la calefacción, como de costumbre, no funcionaba. Nos habíamos apostado religiosamente en la escalera, esperábamos con ansiedad la llegada de Teresa, ese era una ritual al que todos estaban obligados a realizar al menos una vez, era una práctica ineludible. Pero en aquella ocasión, nadie sabía cómo terminaría todo, nadie, realmente, tenía idea de a dónde iría a parar; faltaban cinco minutos para comenzar la clase y no se escuchaba ni el silencio, estábamos más solos que en una habitación sin ventanas. De pronto, llegó: zapatitos blancos que realzaban sus piernas; falda blanca, arribita de las rodillas, ajustada, como siempre; blusa ligera, plisada; reloj, pulseras, collares, en fin, Teresa. En ese momento iba hacia nosotros, no sonreía; labios apretados, pisó el primer escalón, luego el segundo y después el tercero, cada paso suyo marcaba nuestras pulsaciones. Y entonces sucedió: el Dany la interceptó en el descanso, nadie se había atrevido nunca a interrumpir el ritual, todo fue tan de repente, tan sorpresivo como una ola de mar, incluso para Teresa. El Dany no dijo palabra alguna, silencioso, la tomó por la cintura, la atrajo bruscamente hacia él y le arrancó un tremendo beso de la boca. ¡El Dany!, un estudiante de los últimos semestres, un estudiante, mas bien discreto, que conocía porque vivíamos en el mismo barrio, un estudiante, en fin, que había hecho lo que todos deseábamos. Lo que sucedió después fue confuso: hubo gritos, jaloneos, desmayos, ni siquiera nos percatamos del momento en que desapareció Teresa. Aquella fue la última ocasión que la vimos. La Universidad volvió a ser como las otras.
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