Todo es mortal ha dicho Bécquer en su lecho de muerte. Cierta o no la frase, su enunciación revela la condición del mundo. Una condición que eludimos día a día para vivir mejor, para mejor vivir en la ignorancia de lo efímero. El mundo tiende a la muerte y por eso mismo preferimos construir otro. Sin embargo, si todo es mortal, ¿a qué sustituirlo con una mentira? ¿O ésta será necesaria para vivir?
Hace unos días asistí con unos amigos a la celebración de una boda. El rito, debo decirlo, me parecía intolerable. Esas ficciones, esas apariencias de lo sagrado, al aparecer frente a mí con toda su falsedad, creaban un denso clima irrespirable. Pero, en cambio, uno de los amigos decía lo contrario. Él decía estar contento, decía que preferir la ficción de Dios, saber que todo en el mundo es apariencia. Era preferible vivir esa falsedad porque ésta resolución le permitía disfrutar a plenitud de la grandeza de los hombres.
Así que una vez más me equivocaba. A la muerte de Dios aún nos quedan algunos caminos: aceptar su deceso, fingir su existencia o sustituirlo con otro numen. El primer camino entraña una valentía que pocos hombres llevan dentro. Vicente Huidobro, en el primer canto de Altazor, se pregunta por la necesidad de cambiar la moral cristiana por una nueva, esto es, se pregunta el para qué cambiar el mundo construido por el hombre a raíz del cristianismo por otro que, acaso, sea una prolongación del cadáver. Huidobro, en el poema, se enfrenta a la Nada de manera gozosa: descubre el placer en la revelación del azar. Otros, los más, preferimos fingir. Unos a través de las hermosas mentiras de siempre mientras otros fingimos la ausencia mediante la sombra de un dios acaso igual de abstracto e inasible que el cristiano. El hombre tiende a adorar objetos abstractos: el país, la nación, la economía, el mercado, la democracia. La cuestión es no abolir la trascendencia.
Estas sustituciones son quizá porque tememos a la muerte o porque, como diría Bécquer, todo es mortal, o porque no afrontamos con entereza la verdadera clave de la vida: el azar. El azar singulariza toda la experiencia diaria. La virtud de lo efímero es cristalizar la vida, quiero decir, hacerla transparente dentro de una imagen, contrario a lo que sucede con lo eterno que hace a la vida banal dentro de su ciclo de repeticiones.
Quizá en lugar de preocuparnos en demasía por la muerte, por el azar, por un rito cualquiera, deberíamos vivir, dejar constancia de nuestra existencia en una imagen o acto que se sostenga de forma gozosa, un acto valiente y sabio, azaroso y único: poesía.
1 comentario:
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