Durante la madrugada de ayer tuve un sueño delicioso. Un sueño poético, porque lo ocurrido es dable contenerlo en una sola imagen que ilumine algún rincón en el que quizá no había reparado antes. En esa madrugada soñé estar en un autobús. Soñé que al reclinar mi cabeza sobre la ventana la luz del día declaraba ser de inusitada claridad. Inusitada por familiar y desconocida. Soñé que una vez y otra me preguntaban por su nombre y yo no sabía que decir (nunca sé que decir o responder cuando me encuentro en ese tipo de situaciones) Pero afortunadamente ella estaba detrás mío y con sus ligeros brazos todo lo resolvía. Se acercaba a mí, me miraba, me sonreía como siempre, y me besaba. Ese beso era igual a aquel primero frente a la puerta de su casa. Luego desperté. Y sin embargo, como en el sueño de Coleridge, al abrir los ojos aún conservaba la sensación de sus labios en los míos.
"¿Entonces, qué?" se pregunta Coleridge en la versión de Borges. Yo respondería: "entonces hay esperanza". Usar el sueño del poeta inglés como base para justificar el mío no es ilícito. La posterior presencia del suceso durante mi sueño deja constancia, al menos para este amanuense, de que no todo es amargura y eso fundamenta la audacia. Pienso que la unidad de lo dicho, la analogía de mi sueño con el de Coleridge, no es descabellada. Claro que no lo es. En este acto nada hay de arbitrario. Además, ¿qué otro Paraíso busca el hombre que estar en los brazos de la mujer amada? ¿Qué otra prueba más fidedigna de haber estado en el remanso edénico que un sólo beso de su boca? ¡Y qué sorpresa más emocionante que constatar, quizá no sin algo de artificio, que sus labios aún cubrían los míos al despertarme!
"¿Entonces, qué?" se pregunta Coleridge en la versión de Borges. Yo respondería: "entonces hay esperanza". Usar el sueño del poeta inglés como base para justificar el mío no es ilícito. La posterior presencia del suceso durante mi sueño deja constancia, al menos para este amanuense, de que no todo es amargura y eso fundamenta la audacia. Pienso que la unidad de lo dicho, la analogía de mi sueño con el de Coleridge, no es descabellada. Claro que no lo es. En este acto nada hay de arbitrario. Además, ¿qué otro Paraíso busca el hombre que estar en los brazos de la mujer amada? ¿Qué otra prueba más fidedigna de haber estado en el remanso edénico que un sólo beso de su boca? ¡Y qué sorpresa más emocionante que constatar, quizá no sin algo de artificio, que sus labios aún cubrían los míos al despertarme!
La flor de Coleridge, la flor futura de Wells, el nostálgico retrato o la moneda intemporal de conocida película, bien pueden ser de igual sentido al beso ocurrido durante un perentorio sueño. Los hombres, así lo creo aunque este fervor no es privativo a mi experiencia, están secretamente hermanados por un objeto extraordinario: la flor de Coleridge. La flor que es nuestro parentesco más puro.
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