13 de mayo de 2011

Ahora regresa el verano

a ella, siempre

Mujer en qué momento
Veré tu fiel imagen
La delicada línea del mar
Tu costa inalcanzable
Mujer en qué momento
En qué momento tocaré tus labios
Tus labios arrecife en duermevela
Avellana de real escritura
De imprevista luciérnaga
A medio de la noche
Dime mujer ahora en qué momento
Veré tu soledad en plenitud
Tu soledad donde la mía hallará refugio
A la desesperanza de las horas

Sin ti vivo terriblemente débil
Débil como la palabra horizonte
Débil como una esdrújula
En un verso penosamente escrito
Débil como la luz de madrugada
Débil como la luz
Débil como la tierra como el mar
Que inundaba mi infancia
Débil como mi marítima infancia

Dime dime en mí una pregunta late
Dime en qué momento verás en mí
Al mozo que en ti busca su postura
Ante la vida toda
Dime si al fin decidirás mirarme
Mirarme como pan recién horneado
Mirarme como se mira una noche de Junio
Mirarme al fin mirarme
Con esa complacencia de los Lunes
De cualquier día tuyo.

[11.05.11]

4 de mayo de 2011

Escribo esto para los que se acercan a la muerte

En la soledad de mi habitación, mientras los perros ladran en las esquinas, las patrullas ululan por las calles y alguno que otro vende su cuerpo, su lenguaje mutilado; mientras allá, arriba, veo un carámbano enorme, de plata, diría Lorca; observo una difícil nota periodística y recuerdo. Más que recordar es reconocer una deuda hace tiempo contraída. (Sí, reconocer, una hermosa palabra) Reconocer un día, hace más de dos años, un día de lluvia, frío, en otro continente. Reconocer otra vez las calles, reconocer el rumor de las hojas al ir subiendo por Princesa y buscar la boca del Metro. Reconocer que un nombre me llamaba porque desde hace mucho, sin saberlo, yo buscaba su voz desesperante. Reconocer que esa misma desesperación revelaba la mía, clarificaba la mía. Reconocer que tenía hambre y frío, que no tenía ropa para soportar un invierno de esa magnitud o que realmente no conocía lo que era un inverno, reconocer que iba desde lejos "acumulando muchas dudas, tristes dudas" para, justamente, encontrarme con ese nombre. 
En aquel invierno leí por primera vez a Ernesto Sabato. Aún recuerdo salir de la estación de Moncloa con mi ejemplar de "Sobre Héroes y tumbas", recuerdo haber mirado las solapas del libro y emocionarme, recuerdo haber sentido la textura plástica del libro y cruzar el asfalto casi sin mirar a la calle, recuerdo haber caminado impaciente, por el frío, por el hambre, por la lectura y entrar casi corriendo al piso y apoltronarme en el salón de Celinda y comenzar a leer. Recuerdo la fascinación que sentí durante la lectura, las salidas hacia la escuela de Majadahonda y las páginas leídas durante los viajes. 
Recuerdo hoy a Ernesto Sabato, el físico metido a novelista. El físico metido a intelectual. El físico metido a lo que siempre fue, antes que todo: hombre. No importa si era o no "hombre de letras". No importa si era o no la promesa científica de la Argentina. Importa saber que fue un hombre, un hombre comprometido, "Antes del fin", un hombre con sensibilidad e inteligencia. Importa recordar otro tiempo, otro continente, una nube, un plátano, una calle empapada, el frío golpeando los cristales, una taza de café. Importa emocionarse con la literatura y también con los hombres que han creado esa literatura. Importa recordar a un tipo perdido en su propia crisis, pensando si era mejor ser una cosa u otra, un tipo desesperado, leyendo a Sabato y tratando de entenderse, de entender su verdadera vocación y vitalidad, por medio de aquellas páginas, admirando al argentino. Un tipo que, vanidosamente, deseaba, al igual que el autor de "El Túnel", resistir. 

3 de mayo de 2011

Volver nunca es del todo lúcido

Llegó al bar a eso de las diez, se sentó en un banquillo y pidió una corona; observó el frente con una mirada vacía, vaciada de lo que en otros ojos se podría llamar esperanza o cualquier otra cosa con sabor a destino. A ratos se le veía fastidiar las corcholatas de la barra mientras su cerveza se le deshacía entre los dedos; en otros, beber con tal fuerza que al mismo tiempo parecía engullir la vitalidad del mundo, de nosotros, espectadores.
Me levanté de la mesa y fui a su encuentro para hablarle, para decirle unas cuantas palabras. Era lamentable verlo en el abismo porque su ruina reflejaba lo que uno nunca se atreve a hacer con su vida. Era preciso terminar con aquel drama, con esa lágrima contenida, antes de que todo aquello terminase con nosotros. Pero aquel hombre no era igual a nadie que hubiese conocido. La cadavérica figura de sus ojos enmudeció mi lengua. Y sólo pude ver en ello mi profética desgracia, solo pude ver lo patético de mis pretensiones. ¿Era él o yo quien se derrumbaba? No lo podría decir con certeza. No lo podría decir ahora o después. A veces uno desea demostrar su valor con bravuconadas tales como invocar a la muerte. Sí, invocar la repentina destrucción de lo que se es para decir: "fue posible volver al igual que Lázaro". Pero la belleza del apocalipsis es terrible y ese hombre así lo fue para mí.
Ahora vago de ciudad en ciudad, de barra en barra, apenas reconociendo las calles, apenas reconociendo la niebla que asciende por los tejados y se tiende contra las nubes como lo haría un cadáver sobre la plancha de operación, apenas despierto al ir por la noche mientras consumo lentamente el alcohol de mis venas, la hermosa piedad de las horas.