29 de agosto de 2010

Idus de Agosto

Recuerdo aquel día: los muros recién pintados, la claridad de la mañana, los adolescentes en fila, uniformados, ansiosos, esperando el inicio o fin del discurso del director de la escuela secundaria. Una leyenda por entonces, una leyenda ahora. Aquel día yo caminaba a través del pórtico por el que caminó mi padre en otro verano. Las viejas edificaciones parecían firmes para mi moribunda visión infantil, sólidas en mi verde ensoñación de espanto y frío como lo suelen ser las primeras ensoñaciones de la vida.
     Jamás pensé en mi futuro. Tampoco podría haberlo hecho: en aquella edad era incapaz de mirar hacia adelante. La anchura de ese patio, de esas escaleras invadidas de moho, o los salones de aséptico aroma, eran todo mi mundo. Tras los muros de la secundaria yo no conocería la realidad. Me fugaría de clase una y otra vez para ello. Saltaría las bardas o engañaría a maestros y prefectos para escapar hacia la calle. En esos años incluso, lo confieso, me atrevería a escribir mis primeros versos de firme candor adolescente para tratar de ganarme el afecto de la chica en turno. Pero, a pesar de todo aquello, yo no podía saber, excúsenme la reiteración, que años después volvería a la vieja escuela y me quedaría perplejo al ver todo distinto, tan entrado en huesos, tan lleno de luto.
     Esa mañana había iniciado una carrera contra el tiempo. Escribiría al margen de las libretas escolares, de mi pequeña vida. Huiría de clase para refugiarme en la cafetería o en salones abandonados, en la biblioteca donde leería novelas, poemarios, revistas, ensoñaciones duras en ojos hormonales. Daría interminables vueltas alrededor de la cancha de fútbol buscando algo que es posible jamás encuentre. En aquel año había colocado la piedra basal de un edificio que luego trataría de derruir, de negar como la propia imagen, cara a Narciso.
     En ese año yo no podía intuir, ni de cerca ni de lejos, la imagen que se estancaría en mis venas y ojos, en lo tupido de los árboles en aquel entonces raquíticos. Aquella mañana no podía prever la nota del periódico, la esquela, la fotografía a color, los encanecidos rostros, el homenaje y reencuentro con la vieja escuela. En agosto de mil novecientos noventa y cuatro yo no podía saber que en otra mañana de agosto volvería a aquel patio, que ese reencuentro habría de conmoverme dejándome al borde de las lágrimas. Nunca supe que volvería otra vez a encontrarme con los antiguos profesores ahora en muletas o en sillas de ruedas, en rigurosos trajes de luto y con la solemnidad en sus rostros, profesores que en lugar de ciencias o humanidades habrían de enseñarme entereza moral. Yo no podía saber en ese momento de mil novecientos noventa y cuatro, a la luz del alba, que volvería luego a la vieja escuela debido a la muerte de ese director de áspera voz, de enrojecido rostro, de rancio esfuerzo oratorio.
     En agosto de mil novecientos noventa y cuatro no podía prever la convulsión que sentiría una década después, otro día de agosto por la mañana, a volver junto a los amigos, los antiguos profesores, la vida misma:  no había intuido el justo homenaje que rendiría a ese director de los grandes discursos de agosto por la mañana.

Descanse en Paz, Ing. Guillermo Soto Fierro.

25 de agosto de 2010

Nota de ocasión

Now, suppose our text contains the following four sentences:

  • One
  • Two
  • Three
  • Four

Then we may say that One and Two are equivalent because they occur in the same environment.

24 de agosto de 2010

Notitas de Poesía

       La fuente de la poesía es el habla, la misma de la prosa. El habla es temporal y sucesiva: cada frase se desarrolla en el tiempo y en cada frase las palabras van una detrás de otra. Por ser tiempo, el habla es rítmica o, más bien, tiende espontáneamente al ritmo. De ahí que las fronteras entre la prosa y el metro sean cambiantes, imprecisas: el ritmo, que las dibuja, a veces también las borra. Si el verso en ocasiones se desmorona y regresa a la prosa, en otras la prosa se levanta y baila como si fuese verso.

Octavio Paz, Árbol adentro, Seix Barral, México, 1987

20 de agosto de 2010

Proema, de Octavio Paz

    A veces la poesía es el vértigo de los cuerpos y el
vértigo de la dicha y el vértigo de la muerte;
    el paseo con los ojos cerrados al borde del despeñadero
y la verbena en los jardines submarinos;
    la risa que incendia los preceptos y los santos
mandamientos;
    el descenso de las palabras paracaídas sobre los
arenales de la página;
    la desesperación que se embarca en un barco de
papel y atraviesa,
    durante cuarenta noches y cuarenta días, el mar de
la angustia nocturna y el pedregal de la angustia diurna;
    la idolatría al yo y la execración al yo y la
disipación del yo;
    la degollación de los epítetos, el entierro de los espejos;
    la recolección de los pronombres acabados de cortar en el jardín
de Epicuro y en el de Netzahualcoyotl;
    el solo de flauta en la terraza de la memoria y el
baile de llamas en la cueva del pensamiento;
    las migraciones de miríadas de verbos, alas
y garras, semillas y manos;
    los substantivos óseos y llenos de raíces, plantados
en las ondulaciones del lenguaje;
    el amor a lo nunca visto y el amor a lo nunca oído
y el amor a lo nunca dicho: el amor al amor.

Sílabas, semillas.

Octavio Paz, Árbol adentro, Editorial Seix Barral, México, 1987

6 de agosto de 2010

Ejercicio de disolución

Quiso escribir lo vivido,
penetrar en su sombra,
derruirse en cada trazo.

Quiso, en el proceso escritura,
la eternidad de las palabras
que eternidad juraban.

Pero nada hay en sus manos.

Madrid, 2008

2 de agosto de 2010

Sobre El oro ensortijado

Redacción/Colectivo Plataforma

Hace tiempo que en el panorama poético de México hacía falta la aparición de una antología comprometida, una antología en realidad comprometida con su propuesta estética y no con los autores que presenta, una antología, vaya, que no se traicione a sí misma. Más allá del desarrollo de generaciones, más allá de tratar de fijar nombres en las tupidas constelaciones mexicanas, El oro ensortijado busca hacer hincapié en la obra y no en las carreras literarias, busca, en palabras de uno de sus antologadores, hacer una selección de poemas y no de poetas.

La obra presentada por Mario Bojórquez, Alí Calderón, Jorge Mendoza Romero y Álvaro Solís llama la atención por su doble prólogo, que primero nos presenta una introducción, a cargo de Bojórquez, de lo que ha sido de las antologías en México y luego continúa, con Jorge Mendoza Romero, dando cuenta de lo que encontraremos en El oro ensortijado: una obra basada en el gusto, en el decoro a la manera horaciana, como dicen sus autores. 

En El oro… podemos encontrar grandes poetas consagrados como Tomás Segovia, quién nos estremece enormemente al escucharle decir:

"Mis besos lloverán sobre tu boca oceánica[…]
hundiéndose en tu gruta marina […]
perdiéndose como un chorro en el mar"


No sólo hallamos la feliz emoción al encontrar los versos de Segovia, sino también nos estremecemos por la diversidad de los textos que conviven en la antología; junto a Segovia descubrimos a un Héctor Carreto que se confiesa de la siguiente manera: 

"Señor:
He pecado.
La culpa la tiene santa Dionisia,
La secretaria de mi devoción,
que día a día
me exhibía sus piernas"


Ordenada por fechas, la antología avanza poema a poema, autor por autor, emocionándonos siempre de hallazgo en hallazgo, subiendo por los años, por las épocas, encontrándonos hermosos versos como los siguientes de Bojórquez:

    "Todos tenemos una partícula
de odio
un alto fuego quemándonos por dentro
una pica letal que horada nuestros órganos"


O los desbordantes del Álvaro Solís:

    "Mi abuelo
olvidó llevar su sombrero hacia la muerte,
y yo crecí esperando
que un día él entrara a la casa,
llevando el pan para la cena"


Es cierto que algunos lectores echarán en falta, como siempre, determinados nombres en El oro ensortijado buscando desdeñar su propuesta estética. He aquí un error gravísimo: El oro ensortijado parte de un objetivo harto claro en su prólogo: la reconstrucción, sostenida por un gusto honesto y una idea de la poesía, a decir de sus autores, de la tradición mexicana del siglo XX, reuniendo lo uno en lo diverso, y no a otra cosa debe atenderse cuando de ésta antología se quiera hablar. Así pues, el lector de El oro ensortijado, desde su horizonte, desde su idea personal de la poesía, desde su gusto por las antologías y las aventuras estéticas, habrá de constatar que ciertamente esta obra entrega lo mejor de la poesía actual.

El oro ensortijado, poesía viva de México, será presentado en la ciudad de Guanajuato este 6 de agosto, a las 6 de la tarde en la Capilla Barroca del Museo del Pueblo. Una tarde-noche de poesía, cuento y lectura la que se vaticina sin duda, una tarde-noche convocada por la Universidad de Guanajuato, a través de la División de Ciencias Sociales y Humanidades y el Colectivo Plataforma, siempre preocupados por la difusión y promoción de la cultura.