20 de mayo de 2010

Sentado en las gradas, mirando un partido de fútbol

    Sentado en las gradas, esperando el final del partido, volvía la mirada de cuando en cuando a mi reloj de pulsera. La idea de esperar los quince minutos que restaban para que finalizara el encuentro me parecía insoportable. Estaba solo en la gradería, desgarbado, gritando blasfemias a un equipo escasamente preparado para el encuentro.
    El día había comenzado como siempre: sin sobresaltos, sin nada que hacer. Una llamada telefónica lo invirtió todo. Los compañeros de la Universidad celebrarían un encuentro futbolístico, y aunque me excusé aludiendo a mi torpeza para el fútbol, eso no les importó en demasía. Me dijeron sin reparos: "lo que necesitamos es porra".
    Me levanté de las gradas realmente fastidiado por el encuentro o por el calor o por alguna otra razón que en ese momento no atinaba a formular, caminé un poco por los alrededores de la cancha y me detuve en una esquina junto a la alambrada. Levanté los ojos del suelo y miré a lo lejos como si indagara en una nota de supermercado; distinguí los rostros pelados del Cerro de Arandas, la altitud de las torres de transmisión, los esforzados corredores que descendían por los caminos.
    Diez años atrás creí sentir en el clima de la ciudad un espíritu de progreso: florecían por doquier los centros comerciales, los nuevos y modernos fraccionamientos y por fin hacían su aparición los bulevares que acrecentaban la marcha urbana. En aquellos años contábamos, después de largo tiempo, con eficientes y lustrosos autobuses urbanos; e incluso, cinco años atrás, bien lo recuerdo, aún se percibía ese clima de prosperidad que traen los ensanches, ensanches que habían traído, por ejemplo, el campo de fútbol donde ahora me encontraba parado en una esquina junto a la alambrada.
    Pero ahora que el rigor de las constelaciones no hace estragos en mis ojos y perdido el rumbo que dibujaban las líneas de mi mano, supe que aquel que se había fascinado por las luces de la modernidad y que ahora miraba el rostro pelado del cerro de Arandas, nunca tuvo la certeza de que su fascinación fue sólo fantasía. Y todo fue absurdo en aquel momento. Todo fue absurdo. En realidad no sabía qué hacía en aquel sitio, en aquella esquina junto a la alambrada. Era un mal porrista y no usaba falda ni llevaba motas. Estaba callado, solo, sin mantas, sin vítores, y sobre todo, sin cerveza, sí, sobre todo sin cerveza.
    Pero no me podía ir, no sabía porqué pero aún no me podía ir. Algo de manera insistente obstaculizaba mi partida. Debía esperar. Esperar quizá a que se acabasen los quince minutos que restaban del partido y poder largarme y dormir lo que me quedara del día y soñar con alguna mujer y descansar de todo aquello. Sí, deseaba irme, volver a mi sofá y leer unos cuantos poemas o los oscuros párrafos de algún cuento o sumergirme en realidades harto distintas, distintas a lo absurdo de aquel instante en que me detenía en una esquina de la cancha de fútbol junto a la alambrada. Algo realmente absurdo, pensaba, me tenía sujeto por todos lados, clavado en una esquina.
    Mis ojos dejaron de perderse en la serranía para concentrarse en el partido. Ahora los cerraba, ahora los abría simulando una cortinilla cinematográfica o una triste presentación de Power Point. Necesitaba estar despierto, era necesario estar despierto, salir del letargo al que estaba sometido desde hacía meses: sólo ruina miraban mis ojos. Una ruina de la que surgían enormes insectos negruzcos que devoraban las calles, las farolas, los grandes centros comerciales, las canchas de fútbol, el centro de las urbes que aún no conocía.
    Abrí los ojos, miré mi reloj de pulsera: todavía faltaban diez minutos para que finalizara el partido, todavía faltaban diez largos minutos; entonces miré una vez más hacia el cerro de Arandas y vi con amarga claridad los insectos sobrevolando la serranía, vi a los esforzados corredores descendiendo lentamente los páramos, descendiendo lentamente hacia el abismo, vi mi presente, y no pude ocultar el deseo de sonreír, no pude ocultar el deseo de sonreír como quizá se suele sonreír en un encuentro de fútbol de domingo a medio día, sonreír como cuando era un niño o un adolescente fascinado por cualquier mujer que encontrara por la calle, por cualquier noticia del mundo; sonreír como cuando creía que sería necesario derribar los muros y edificar sobre sus ruinas un destino nuevo, sonreír como cuando se sabe que lo deseado, eso que probablemente un día obtuviste, se ha perdido para siempre.

14 de mayo de 2010

Más y más consejos!

¡Pobre del hombre estudioso y sabio que no forma parte de un grupo, partido o camarilla! Con dificultad obtendrá triunfos insignificantes, y en cuanto a los grandes y ruidosos, puede dar por descontado que le serán robados. 
Stendhal, Rojo y negro 

9 de mayo de 2010

Y seguimos como el conejito...

¿Merece la pena la literatura? ¿Merece la pena el goce estético de leer, por ejemplo, a Stendhal? Supongamos que no, que no merece la pena. Supongamos que es mejor levantar el pico y la pala para levantar una casa en ruinas, como lo pueden ser el país, la moral, la religión, las costumbres, la economía familiar, lo primero que se nos ocurra. Supongamos que la literatura no merece la pena porque estamos menesterosos de pan y agua y vino y cualquier otro tipo de alimento. Supongamos que no tenemos que levantar una casa en ruinas sino sólo levantar. Supongamos que no merece la pena tumbarse una hora leyendo cualquier cosa porque apremian nuestra vida otras virtudes. Levantar el pico y la pala. Levantar un muro de ladrillos. Levantar el cuerpo a las seis de la mañana. Levantar. Sólo levantar. Supongamos que lo único que vale la pena en este mundo, lo único elogiable, es aquello que se precia por su valor monetario o fuerza física capaz de sostener cientos de toneladas sobre los hombros sin mucho esfuerzo. 

Supongamos que el único placer, el trabajo real, es estar horas y horas trajinando bajo el sol cualquier absurdidad pensable, pero muy justificable como la existencia humana. Imaginemos un poco, alejándonos de lo inmediato, prestando atención a lo no presente, a lo que se nos muestra con su poderío físico, como bomberos apagando un fuego no extinguible. Pensemos en las cosas de este mundo: las modas, las fiestas, la diaria labor de las masas, la secreta fidelidad de una costumbre y veremos, bajo este marco, nada pesimista, aunque lo anterior diga lo contrario, la respuesta a si vale o no la pena leer literatura.

Pensemos bien las cosas: para un gobernante la literatura no le es necesaria para ejercer su gobierno, a él no le son necesarios los versos de Quevedo para ejecutar unas leyes más o menos justas, o hacer mofa de sus contrincantes. Tampoco le son necesarias las palabras de Paz al panadero de la esquina para hacer unos ricos bizcochos. Ni siquiera la exaltación de un Juan de la Cruz a la viejita que nos poncha las pelotas y nos tilda de libertinos en la iglesia más cercana. Tampoco le hacen falta las intrigas del señor Sorel a nuestros diputados para alcanzar las gracias del poder. Entonces, ¿para qué leer literatura? ¿Vale la pena el desvelo? ¿Vale la pena leer y leer, ya ni siquiera intentar escribir unas cuantas oraciones?

Y sin embargo hay literatura. Y sin embargo el hombre, cualesquiera sea su oficio, se siente abandonado durante su existencia en el mundo. Y sin embargo día a día buscamos una buena conversación: la correspondencia fraternal entre los hombres. Y sin embargo buscamos anhelantes al otro, tratando de llenar un vacío inexplicable. Y sin embargo cansados de tanta retahíla, buscamos el sofá desesperados por mirar la telenovela, el partido de fútbol,  la serie de buena o mala factura. Y sin embargo las madres mandan a sus hijos a la iglesia para estudiar, disfrutar acaso, las grandes mitologías del catolicismo. Y sin embargo, cuando por circunstancias ajenas a nosotros leemos algún verso, alguna frase contundente, un pasaje entero, creemos que al fin el mundo ha abierto sus puertas y nos ha revelado su secreto; creemos en los sueños, en la iglesia, en los Reyes Magos; creemos que algún día terminarán nuestros pesares y todo será dicha, a pesar de todo. Y sin embargo no es necesaria la literatura. 

8 de mayo de 2010

Si de consejos se trata...

Tu carrera será penosa. Observo en ti algo que ofende al vulgo, y ese algo será motivo de que te persigan la envidia y la calumnia. Sea el que sea el puesto en que la Providencia tenga a bien colocarte, tus compañeros te odiarán, y si fingen lo contrario, será para venderte más sobre seguro. Contra ese contratiempo, no te cabe más que un remedio: a nadie recurras más que a Dios, que te dio, para castigo de tu presunción, esa necesidad de ser aborrecido. Sea pura y limpia tu conducta, que únicamente así conseguirás que, más pronto o más tarde, veas confundidos a tus enemigos.
Stendhal, Rojo y negro, cap XXIX

3 de mayo de 2010

Por ti, sólo por ti

Mujer, por ti olvidan sus nombres los meses del año
La mar encuentra su rostro en los soles del trópico
El áureo sueño lunar se encharca en la espesura
     de tus bosques nocturnos.

Las sombras se agotan al acercase tu horizonte
La aurora busca su horneado polen en tu bahía
Las soñolientas barcas se adentran en tus olas
     de talámica blancura
Y el perfume de las flores en el infinito
    sentido de tu cuerpo.

Por ti el claro dolor de los mares se anega en la espuma
turbia por tu arenal adolescente
Mis ojos crecen en tus ojos
Crecen hasta romper las crisálidas
Hasta caer a tierra enloquecidos por tu aroma
Y mojar sus tiernas raíces en el mundo

Mujer, el silencio calla sus mentiras
Los patios de apasionadas jacarandas se deshojan
Dime, ¿por qué has tardado tanto?
En ti las profecías cumplen su destino
Las montañas hurtan lejanía
Los naranjos reverdecen catedrales
El claro de los pozos se agita de alegría
Mujer de intensa carne
Todo cambia por ti, solo por ti
Flor de hermosa mácula
en el solitario jardín de los días.