Hoy se habla mucho de que las máquinas reducen el trabajo humano, y producen, además de mercancías, un ocio que permite a los trabajadores dedicarse a quehaceres más placenteros, más vinculados con su vocación, más acordes con sus deseos íntimos, todo lo cual les proporcionaría el cimiento para su desarrollo integral. El cuadro es demasiado hermoso, pero aunque factible, me parece falso.
Ese ocio no se ve por ninguna parte. Las máquinas, hoy perfeccionadas y cada vez más automáticas, no lo han traído. En todos los países los trabajadores siguen sometidos a un horario tan infrangible que parece decretado por los dioses. No se puede violar ni modificar. Se le impone al ser humano como si fuese una ley natural y éste lo acepta sin reparo ni reflexión, porque sí, porque no parece haber remedio, a pesar del desarrollo técnico y de todos los socialismos.
¿Por qué ocho horas?, ¿por qué cinco o seis días?, ¿por qué no dos turnos?, si fue un acuerdo entre el capital y el trabajo, curiosamente aceptado y exacerbado por los estados socialistas, ¿por qué no puede reemplazarse por otro?, ¿qué pasó con la liberación prometida? [...] Son demasiados siglos de sudor de la frente los que pesan sobre sus espaldas para que acepte un viraje que, al hacer menos opresivo y excluyente el trabajo, le devuelva sus fueros al ocio.
A la condena del horario inflexible hay que añadir el tiempo empleado en ir de la casa al trabajo y del trabajo a la casa, que en las grandes ciudades de tráfico endemoniado es más de lo humanamente admisible. Bajo cualquier sistema, hasta ahora, los trabajadores están uncidos a un tipo de producción y a un tiempo inexorables. Las ventajas materiales, que no son muchas, jamás podrán compensar la merma o la pérdida de su tiempo libre.
Rafael Cadenas, Obra entera: Poesía y prosa (1958 - 1995), FCE, México, 2000, p 624