31 de enero de 2010

No quería pensar más en ella

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No quería pensar más en ella, en Madrid, en su vida nocturna, en sus garitos abiertos hasta la madrugada, y ahora vuelve. Regresa de una manera insistente, golpeando con fuerza los cristales de la ventana como la luz de las lámparas nocturnas el escritorio: a pesar de que no la veo, siento que está de nuevo aquí y que espera ser nombrada en alguna frase. No se me ocurre nada, no pienso en nada, sólo hay un horizonte lejano, un pensamiento oscuro en mi boca como una palabra cualquiera cuando la digo, como este silencio cuando lo siento. Todo se desvanece en cuanto pienso en ella, buscar su sentido en mi historia es el sino de mis días.

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Para aquellas ruinas éramos unos extraños, como nuestros antepasados que, hace siglos, las habían admirado. Pero los que caminaban conmigo no lo sabían: habían abolido las distancias -el tiempo, la historia, las líneas que separan al hombre de otro hombre. Su caminar, inmersos en su quietud, era la abolición entre la vida y la muerte. Pero los demás sabían algo que yo ignoraba: el ruido de los pasos sobre el camino era un rumor más entre los otros rumores de aquella noche. Un rumor diferente y, no obstante, idéntico a los lamentos de los perros en la oscuridad, los susurros de las aves en las copas de los árboles envejecidos y el dolor de la arena resbalándose en las tumbas. Saberlo era reconciliarse con el otro mundo, con nuestro pasado íntimo, incomunicable.

27 de enero de 2010

Coincidencias


Salí aquella tarde a caminar un poco por las calles, a perderme entre el murmullo cotidiano de la multitud que va de compras, de ocio, de voluta por el mundo. Después de bajar por la calle Mayor hacia la de Segovia, miré con sorpresa un objeto brillante sobre los escalones del viaducto. Me aproximé y comprendí que aquello era una especie de bolígrafo antiguo que, sin embargo, por el tipo de material que lo recubría, bien podía ser de manufactura reciente.

No comprendiendo este hecho, guardé el bolígrafo y caminé hacia la calle del Alamillo para encontrarme con Bea. Al llegar, le mostré el bolígrafo y le detallé mi extrañeza al encontrarlo. Pero Bea, poco dada a este tipo de sucesos, desdeñó mi charla y desvió la conversación hacia otros derroteros más académicos.

Cuando terminamos la cena, molesto aún por el desdén de Bea, me despedí lo más pronto que pude y caminé de prisa, dando tumbos por las calles sin atender la lluvia que comenzaba a arreciar. Todo mi mundo era la procedencia de aquel bolígrafo. Al llegar a Principe Pío, no cogí el metro, abordé el primer autobús que miré a San José de Valderas.

En la comodidad del salón, mientras la lluvia golpeaba con insistencia las ventanas y los chopos de la calle, examiné el objeto de mi desesperación con mucha cautela. En un momento dado, imprevisible como la ausencia de luz eléctrica durante una borrasca, creí sentir unas huellas sobre el bolígrafo que me parecieron familiares. En ese instante sospeché lo inevitable, las huellas que percibía eran las mías y, aún más sorprendente, el bolígrafo había sido de mi propiedad en un tiempo que aún no recuerdo.La única certeza que poseo, si acaso puedo tener alguna, es el golpeteo de la lluvia en las ventanas mientras escribo este relato. Intuyo que me encuentro a unos pasos de resolver el dilema.

25 de enero de 2010

Poema 20, de Pablo Neruda

(No quisiera decirlo, pero es evidente porque he puesto este poema en el blog. Espero lo disfruten)

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Escribir, por ejemplo: "La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos".

El viento de la noche gira en el cielo y canta.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.

En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.

Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.

Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.

Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche está estrellada y ella no está conmigo.

Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.

Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.

La noche que hace blanquear los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.

De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.

Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.

Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.

Pablo Neruda, Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Madrid, Cátedra, 2008

En mi corazón pesa el silencio

a F, ella lo sabe

En mi corazón pesa el silencio
de su voz en la bocina telefónica.

Dos o tres murmullos suyos
también hieren mis ojos.

No sé qué decir realmente
en la hondura de la noche.
Esta bocina no me basta.

Irapuato, 31 de Diciembre 2009

Nota de ocasión

Fuente: http://ecodiario.eleconomista.es

Si su sorrica elecdótica está piroca, iraculo u otro fauma. Acúda a nosotros. Nuestros pilamenólogos lo estarán buperros, como siempre. En nuestro habiller contamos con los mejores melatos ratepollas, arrinólogos y arricadores. No sea penculo y venga. No tema nuestros tecnorras, somos escridejos confiables.

Nota: Cualquier penculo dejocaor de la ciudad debidamente acreditado, tendrá nuestro puñeco. Lo mejor del ratepollas.
Lo esperamos.

23 de enero de 2010

Lo único que me queda entre las manos

Lo único que queda entre las manos
es esta vaga forma de quererte:
apretar tu cuerpo contra el mío
y llenar el hueco insondable
oculto en mi pecho.

Y no sé más. Yo aspiro a tu compasión,
a que tu sola presencia alivie
este querer irresoluto
que pesa en mí como un ave
en el cielo azul de la mañana.

Irapuato, 27 de Diciembre 2009

21 de enero de 2010

El poeta escribe a altas horas de la noche

Desde su mesa de madrugada, guiado por una tinta descolorida y la dolorosa luz de las lámparas, recuerda la tarde que pasó con ella, su demora frente a las marquesinas de un día que avanzaba a grandes salto por los tejados de las casas, la flores de las jacarandas susurrando letanías incomprensibles, el cielo de apretado rostro, el frío, las erráticas pulsaciones de un reloj ahora muerto. En el fondo de sí, aquella tarde fue un optimista. Y aunque algo le decía que nada iría bien, se dejó llevar por la deliciosa caligrafía de un número telefónico, un número escrito en la nota que aún guarda en el bolsillo. A la distancia lo sabe: estuvo en el lugar y momento adecuados, pero aquella tarde sus palabras no fueron precisas. No era consciente de lo que sucedía. Claro, había realizado con detalle el ritual de siempre: los minutos frente al espejo, el vistazo a las líneas de  la mano, la inspección minuciosa del cielo en busca de algún cuervo. Todo marchaba bien.

Cuando llegó al lugar de la cita, lo ojos de ella mitigaron su nerviosismo. No había nada que temer. Pero días después no supo nada,. Todo rastro de su aroma desapareció como los trajes de temporada. Tuvo que recurrir a la diaria invención de motivos para recordar aquella tarde. Intentó llamarla, es cierto, pero se enfrentó al témpano inamovible del frente frío número siete, el frente perfecto del olvido como las alas de una avispa.

La mañana entraba en los grandes ventanales de la habitación. No había una sola línea escrita en el papel ni un movimiento en sus dedos. Sólo las infatigables lámparas permanecían despiertas. Sólo las lámparas escuchaban el rumor apenas naciente. Sólo ellas se percataron de lo que nunca llegaría a su destino.

18 de enero de 2010

Paren las máquinas, señores

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Es momento de prestar la atención debida,
señores, acallar los sonoros teléfonos móviles,
guardar los viejos maderos de los muelles,
quemar las cartas no enviadas, los borradores
somnolientos que esperan en los escritorios.

Es momento, señores, de borrar los dibujos
de las ventanas de los salones y el polvo
torpe que cubre los parabrisas de los coches
donde insistentemente su nombre escrito está.

No es necesaria tanta cosa, señores.
Aquí, solo, cansado, con mis pensamientos,
me es suficiente para entristecerme,
señores, una vez más, sin atavíos.

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Es momento de prestar la atención debida,
señores, acallar los teléfonos móviles,
guardar los viejos maderos de los muelles,
quemar las cartas no enviadas, los borradores
somnolientos que esperan en los escritorios.

Es momento, señores, de quitar los dibujos
de las ventanas de los salones y el polvo
torpe que cubre los parabrisas de los coches
donde insistentemente su nombre escrito está.

No es necesaria tanta cosa, señores.
Aquí, solo, cansado, con mis pensamientos,
me es suficiente para entristecerme,
señores, una vez más, sin atavíos.

2
Es momento de prestar la atención debida,
señores, silenciar los teléfonos móviles,
guardar los viejos maderos de los puertos,
quemar las cartas no enviadas, los borradores
que somnolientos esperan en los escritorios.

Es momento, señores, de limpiar los dibujos
en las ventanas del salón, el polvo
que cubre profuso los coches y los muros
donde insistente su nombre escrito está.

No es necesaria tanta cosa, señores.
Aquí, solo, con mis pensamientos,
me es suficiente para entristecerme,
señores, una vez más, sin oropeles.


1
Es momento de poner la atención debida,
señores, apagar los teléfonos celulares,
esconder los viejos cuadernos del año,
quemar las cartas no enviadas, los correos
y los poemas que aún nos restan en el escritorio.

Es momento, señores, de limpiar
los dibujos aún no finalizados
en las ventanas del salón y el polvo
que cubre profuso los coches
donde insistente su nombre está.

No son necesarias tantas cosas, señores,
aquí, solo, con mis pensamientos
me es suficiente para ponerme triste,
señores, una vez más, sin oropeles.

Irapuato, 2 de Enero 2010

15 de enero de 2010

Una fotografía descolorida

Si cada ciudad es una metáfora de los hombres que las habitan, ésta, asentada en un declive, desperdigada entre montañas y ríos desecados, entre las sombras de los huizaches y los mezquites que antes cercaban nuestro mundo, entre el griterío de la muchedumbre por la mañana al salir hacia el mercado y del vendedor de fruta de temporada ya entrada la tarde en una avenida polvorienta y doliente como lo suele ser la luz perezosa de los cementerios, también es una metáfora que recorre mi cuerpo y que se adentra en mi sangre como una agria solución química que aletarga mi mirada y hurta de mí lo más sagrado y desconocido que pueda llevar dentro.

Pero no cualquier metáfora, no cualquier vulgar metáfora como las que suelen publicar los diarios en su nota roja, no, sino esa vaga imagen de nuestras caminatas por los bulevares de la ciudad, perdidos acaso, que cuando estamos lejos de casa aparece frente a nosotros con sus cálidas volutas diciéndonos lo que preferimos no escuchar, olvidar entre las ropas del equipaje que siempre ha de extraviarse como una solitaria moneda en el bolsillo una tarde desolada.

En la descolorida fotografía de nuestras caminatas, los olvidados signos de lo que quisimos se echan a volar como bandadas de pájaros insomnes sobre la ciudad ahora en ruinas. El oscuro pavimento de las calles nos sustrae de nuestro ensimismamiento, nos hace ignorar los pesares, las providencias, los designios de un juez implacable como el sol. Pero todo aquello vuelve aunque no le desee al mirar esta fotografía descolorida. Los besos de una lejana cita vuelven a la memoria, el silencio de las palabras nunca pronunciadas, los olvidados juramentos que nos llevaron de no sé dónde a no sé qué hacemos aquí. Las estrechas calles de esta ciudad son como las débiles e incompresibles líneas de mi mano.

12 de enero de 2010

Escribo, solamente escribo

Escribo, en mi cuarto tranquilo, solo como siempre yo he estado, solo como siempre estaré

Fernando Pessoa, El libro del desasosiego, Acantilado, Barcelona, p. 2

9 de enero de 2010

Autogol, de Ricardo Castillo


Fuente: Los tiempos.com

Nací en Guadalajara.
Mis primeros padres fueron mamá Lupe y papá Guille,
crecí como un trébol de jardín,
como moneda de cinco centavos, como tortilla.
Crecí con la realidad desmedida en los riñones,
con cursilería en el camarote del amor.
Mi mamá lloraba en los resquicios
con el encabronamiento a oscuras, con la violencia a tientas.
Mi papá se moría mirándome a los ojos,
muriéndose en la cámara lenta de los años,
exigiéndole a la vida.
Y luego la ceguez de mi abuelo, los hermanos,
el desamparo sexual de mis primas,
el barrio en sombras
y luego yo, tan mirón, tan melodrámático.
No he hecho sino cronometrar el aniquilamiento.
Como alquien me dijo una vez: valgo madre.

Ricardo Castillo, El Pobrecito Señor X, México, Conaculta, 1994.

5 de enero de 2010

Poema 15, de Pablo Neruda

Me gustas cuando callas porque estás como ausente,
y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.
Parece que los ojos se te hubieran volado
y parece que un beso te cerrara la boca.

Como todas las cosas están llenas de mi alma
emerges de las cosas, llena del alma mía.
Mariposa de sueño, te pareces a mi alma,
y te pareces a la palabra malancolía.

Me gustas cuando callas y estás como distante.
Y estás como quejándote, mariposa en arrullo.
Y me oyes desde lejos, y mi voz no te alcanza:
déjame que me calle con el silencio tuyo.

Déjame que te hable también con tu silencio
claro como una lámpara, simple como un anillo.
Eres como la noche, callada y constelada.
Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo.

Me gustas cuando callas porque estás como ausente.
Distante y dolorosa como si hubieras muerto.
Una palabra entonces, una sonrisa bastan.
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.

Pablo Neruda, Veinte poemas y una canción desesperada, Madrid, Cátedra, 2008